A pedido de varias familias: entrevista a Olavo de Carvalho
"Hay algo de trágico en la historia de Portugal"

Olavo de Carvalho

Revista Atlântico, enero de 2008

 

 

En los años 90, a finales del siglo pasado, el filósofo brasileño Olavo de Carvalho inauguró un nuevo ciclo en la filosofía y en el debate intelectual de Brasil. Con la publicación de obras filosóficas como “Aristóteles em Nova Perspectiva” y “O Jardim das Aflições, De Epicuro à Ressurreição de César”, entre otras, infundió al pensamiento filosófico brasileño una orientación completamente diversa de la dominación doctrinaria impuesta por los autoproclamados pensadores que eran (y son), apenas, profesores universitarios de izquierda. A nivel público, Olavo seguía (y sigue), como ya ha declarado, intentando la formación de una elite intelectual mediante lecciones, cursos, divulgación de ideas vía periódicos, revistas y sitios ( www.olavodecarvalho.org  y www.midiasemmascara.org). A los 60 años, el filósofo vive con su familia desde 2005 en Richmond, Estados Unidos, donde desarrolla sus estudios, principalmente sobre la mente revolucionaria y la paralaje cognitiva.

¿Qué es y desde cuándo usted desarrolla los estudios sobre la mente revolucionaria?
Es una larga historia. Ese estudio advino de la confluencia más o menos casual de dos investigaciones independientes que yo venía desarrollando desde los años 80. La primera se refiere a las definiciones de derecha e izquierda. De un lado, había una tendencia, en los medios informativos y en los debates públicos en general, de minimizar o hasta negar explícitamente la diferencia entre derecha e izquierda. Esa tendencia se hizo aún más fuerte después del derrumbe de la URSS. De otro, la izquierda asumía cada vez más con orgullo su identidad, al mismo tiempo en que su influencia política se tornaba cada vez más dominante. La derecha, por su vez, se retraía en timidez abyecta, negando su propia existencia, escondiéndose bajo el rótulo de “centro” y copiándole cada vez más el vocabulario y la forma mentis a la izquierda. Estaba claro que ahí había un problema, principalmente porque los más obstinados negadores de la diferencia entre izquierda y derecha eran provenientes de la derecha. El problema se situaba, por lo tanto, en dos niveles. Primero: el empeño en disolver las diferencias entre dos discursos ideológicos no impedía que por lo menos una de las fuerzas políticas correspondientes continuara existiendo históricamente como fuerza actuante y perfectamente identificable. Segundo: si la negación de la diferencia intentaba vaciar a la izquierda, disolviendo la fuerza atractiva del comunismo en vago e inofensivo “progresismo”, fue la propia derecha que mediante ese artificio terminó por tornarse vaga e inofensiva. Siendo así, quedaba claro el desnivel entre la discusión pública y las reales fuerzas políticas subyacentes. La pregunta que apuntaba era: ¿en qué consisten la derecha y la izquierda como fuerzas históricas objetivas, allende de sus respectivos discursos de autodefinición ideológica? Luego, se ha hecho imposible definir derecha e izquierda en función de sus objetivos proclamados, que no solo eran mutables, pero intercambiables.

¿Lo qué hizo para avanzar en la investigación?
La idea que entonces se me ocurrió fue atacar el problema a un nivel más profundo, buscando diferencias estructurales de percepción de la realidad, de las cuales los sucesivos discursos históricamente registrados como de derecha e izquierda pudieran desarrollarse con toda su variedad interna alucinante, sin prejuicio de las estructuras básicas. Si yo consiguiera descubrir esas dos estructuras permanentes, la derecha y la izquierda estarían delineadas por diferencias objetivas más allá del horizonte de conciencia de los individuos y organizaciones que personificaban esas corrientes. Descubrí varias de esas diferencias. La principal es la diferencia en la percepción del tiempo histórico. La izquierda – toda izquierda sin excepción – divisa el tiempo histórico al revés: supone un futuro hipotético y lo toma como premisa fundacional del entendimiento del pasado. Enseguida, usa esa inversión como principio legitimador de sus acciones en el presente. Como el futuro hipotético permanece siempre en el futuro, y por ello siempre hipotético, toda certidumbre alegada por el movimiento izquierdista en dado momento puede ser cambiada o invertida al momento siguiente, sin prejuicio, sea de la continuidad del movimiento, sea del sentimiento de coherencia por debajo de las más alucinantes incoherencias. Sumándole a eso el descubrimiento de Jules Monnerot de que a cada generación es la izquierda quien apunta y delimita la derecha, nombrando como tal aquellos que le resisten, la derecha aparecía, por lo tanto, como el conjunto de aquellos que, por mil variados motivos, resisten a la inversión de la razón histórica. Pueden hacerlo, por ejemplo, por ser cristianos y creer que el “fin de la historia” es un pasaje hacia la eternidad y no un capítulo de la historia profana. Pero pueden hacerlo también por ser ateos de mentalidad científica que prefieren moldar las hipótesis según los hechos y no alterar los hechos conforme las hipótesis. La segunda investigación fue de la “paralaje cognitiva”.

¿Y la paralaje cognitiva?
Denomino paralaje cognitiva a la dislocación, por veces radical, entre el eje de la construcción teórica de un pensador y el eje de su experiencia humana real, tal como él mismo la describe o tal como la conocemos por otras fuentes fidedignas. Rara y excepcional en la Antigüedad y en la Edad Media, esa dislocación empieza a aparecer con frecuencia cada vez más notable a partir del siglo XVI, dándole a algunas de las filosofías modernas el aspecto cómico de gesticulaciones sonambúlicas totalmente ajenas al ambiente real en que se desarrollan. Un ejemplo claro es la teoría de Kant sobre la incognoscibilidad de la “cosa en sí”. Si no conocemos la substancia de las cosas materiales, pero solamente su apariencia fenoménica, ¿qué esperanza podemos tener de alcanzar un día, a partir de indicios materiales, o sea, letras impresas en una hoja de papel, la substancia de la filosofía de Immanuel Kant? Efectivamente el filósofo de Koenigsberg no se contentaría si aprendiéramos solamente la apariencia fenoménica de su filosofía, la cual es, en ese sentido, radicalmente incompatible con el acto de escribir libros – y tengan en cuenta que Kant los escribió con profusión. Por más coherente que sea consigo misma, la filosofía de Kant es incoherente con su propia existencia de obra publicada. Otro ejemplo: Karl Marx dice que solo el proletariado puede aprehender el movimiento real de la historia, porque las clases que lo preceden viven aprisionadas en la fantasía subjetiva de sus respectivas ideologías de clase. Pero, si así es, ¿por qué el primero a percibirlo y a aprehender el movimiento alegadamente real de la historia fue el propio Karl Marx, que no era proletario, no tenía ninguna experiencia de la vida proletaria y hasta la edad madura solo conocía los proletarios mediante lecturas? O la ideología de clase es inherente a la posición social real del sujeto, o es de libre opción independientemente de la posición social, y en este caso no es ideología de clase de manera alguna, mas apenas ideología personal reflectada ex post facto sobre una clase, también de libre elección. Ejemplo de ese tipo son tantos y tantos que no espero más que censar una ínfima muestra de ellos. Ineludiblemente, la similitud estructural entre la paralaje cognitiva y la inversión del tiempo habría de tornarse clara un día, por más obtuso que fuera mi cerebro.

¿Cómo lo ha logrado?
Substituí, en mi estudio, los términos “izquierda” y “derecha” por los de “revolución” y “reacción”. De ahí en delante, se fue poniendo cada vez más evidente para mí la unidad histórica del movimiento revolucionario desde las rebeliones mesiánicas estudiadas por Norman Cohn en The Pursuit of the Millennium [Revolutionary messianism in medieval and Reformation Europe and its bearing on modern totalitarian movements (1957-61)] hasta el Forum Social Mundial. Entonces fue que se puso también claro, mismo para mi cerebro cansado y anublado, el centro de confusión entre los términos “derecha e “izquierda” – porque muchos movimientos habidos popularmente como de “derecha” operaban, de hecho, en la clave revolucionaria y no reaccionaria. De una u otra manera, esos movimientos terminaban por echarle leña al fuego de la revolución, y operando, por tanto, contra sus propios ideales declarados.  Captar y describir la unidad del movimiento revolucionario es delinear claramente, ante los ojos de los hombres de “derecha”, la verdadera naturaleza de su enemigo permanente. Es deshacer una infinidad de confusiones catastróficas, que determinaron, a lo largo del tiempo, otras tantas políticas suicidas. Si lograre echar en ese matorral toda la claridad que pretendo, creo que habré hecho algo de útil, por lo menos para darle a Nuestro Señor Jesús Cristo un pretexto que lo pueda aducir en mi ayuda cuando del Juicio Final.

¿Sus investigaciones muestran como ha operado la mentalidad revolucionaria en Portugal?
Para responder a ello seria preciso sondar más al antiguo régimen. El salazarismo fue una extraña mezcla de conservadorismo cristiano con elementos extraídos del fascismo, que es, sin lugar a dudas, una ideología revolucionaria. Es característica de las ideologías revolucionarias tener un “proyecto de sociedad”, en lugar de respetar la sociedad existente e intentar perfeccionarla en la modesta medida de las posibilidades humanas y con la cautela que aconseja la prudencia.
Cualquier nación que se haya infectado profundamente de la mentalidad revolucionaria y haya dado a sus valores conservadores una formulación política revolucionaria corre el riesgo de estar siempre a la merced de nuevos proyectos revolucionarios, por el simple hecho de haber perdido de vista la noción de “orden espontáneo”, que es la esencia misma de la democracia y del conservadorismo. ¿Qué es orden espontáneo? Es el conjunto de soluciones aprendidas a lo largo del tiempo. Es un orden espontáneo porque no fue impuesto por nadie. Es orden porque posee un sentido arraigado de la propia integridad y rechaza instintivamente todo cambio radical. Pero también es aprendizaje, o sea, absorción creativa de las situaciones nuevas por un conjunto que permanece conscientemente idéntico a sí mismo a lo largo de los tiempos, mediante símbolos tradicionales constantemente readaptados para abarcar nuevos significados. Investiguen bien y verán que orden democrático es precisamente eso y nada más. Si, al contrario, un grupo imbuido del amor a valores tradicionales intenta detener el cambio, él está introduciendo en el orden espontáneo un cambio tan radical cuanto el grupo revolucionario que desea voltear todo de patas al aire, pues, lo que ese alegado conservadorismo desea es inmortalizar en el aire un momento estático de perfección hipotética. Si ese momento, en su imaginación, expresa los valores del pasado, eso no viene al caso, porque en la práctica política ese ideal será un “proyecto futuro” tanto cuanto el ideal revolucionario. Una sociedad solo se aventura al proyecto revolucionario cuando ha perdido todo el respeto por sí misma. Un respeto que, entre otras cosas, implica el amor a los valores del pasado como instrumentos de comprensión y acción en el presente, no como símbolos estereotipados de una perfección ideal en el cielo de las utopías.

¿Y dónde entra el salazarismo en esa historia?
No tengo la menor duda que Antonio de Oliveira Salazar fue un hombre honesto y un gran administrador. Pero el salazarismo fue infectado por la misma ambición de control burocrático total, que es característica del movimiento revolucionario. Cuatro décadas de ese régimen y en Portugal no había más conservadores auténticos en número suficiente. Los pocos que restaron hicieron un esfuerzo heroico para darle a la nación la verdadera estabilidad democrática, pero el afán de las soluciones totales estaba, digamos así, en el aire – y disuelto el salazarismo, solo quien podía sacar provecho de ella era la izquierda. No deseo opinar sobre la política interna de un país que de parte mía solo merece aquel amor lleno de reverencia que uno tiene por un abuelo navegante y guerrero. No tomen a mal mi análisis, que es solamente un esbozo sin pretensiones. Espero un día poder estudiar profundamente la historia de Portugal y sacarme un poco de mis dudas.

¿Hay alguna particularidad sobre lo qué sucedió aquí?
Hay algo de trágico en la historia de Portugal, pues los filósofos escolásticos portugueses fueron los primeros a comprender la verdadera naturaleza del capitalismo, siglos antes de Adam Smith, mas, cuando se inauguró la temporada de caza a los escolásticos, con el iluminismo, ella no trajo consigo la modernización capitalista, pero sí un burocratismo centralizador asfixiante. Por una triste ironía, los adversarios al centralismo del Marqués de Pombal eran los jesuitas, también ellos revolucionarios, que soñaban con una república socialista de indios en América del Sur. Puede ser que me engañe, pero el drama de Portugal es el mismo que el de la Montaña Mágica de Thomas Mann: un joven bueno y promisorio atrapado entre dos falsos gurús: un iluminista autoritario con discurso modernizador y un jesuita comunista.

Usted ha sido un crítico del liberalismo y, concomitantemente, un defensor del conservadorismo. ¿Ese conservadorismo que usted defiende es herencia del moderno modelo inglés inaugurado por Edmund Burke?
Yo no diría solo inglés, pero anglo-americano. Inglaterra y EUA fueron los países del Occidente que más profundamente se impregnaron del sentimiento de respecto por las tradiciones, que a final de cuentas es respeto por el pueblo. Es cierto que aún en ambos países los planificadores alucinados de sociedades perfectas están intentando, y con frecuencia consiguiendo, destruir ese sentimiento. No sé en que medida los ingleses perciben el mal revolucionario que los viene acometiendo en los últimos años, pero los americanos están muy despiertos. Aunque sin claridad suficiente cuanto a la unidad histórica del movimiento revolucionario, los conservadores americanos saben más o menos donde está el mal. Y, lo que es mejor aún, muy pocos entre ellos se dejan guiar por la tentación de lo que podríamos nombrar como “conservadorismo revolucionario” Ellos nunca han leído al brasileño Jackson de Figueiredo, pero si lo leyeran endosarían con entusiasmo su fórmula: “De lo que precisamos no es una contra-revolución. Es lo contrario de una revolución”.

Me recuerdo de usted haber escrito que, al dialogar con algunos liberales, al fin de la conversación constata que la persona es conservadora con ideales liberales. ¿Cuál es el problema esencial del liberalismo?  
Eso se origina en un vicio de lenguaje. Como los medios informativos brasileños nombran como “conservadores” a los grupos de intereses sin ninguna ideología propia, lo que está totalmente equivocado, la derecha corrigió un error con otro error, nombrándose “liberal” en vez de conservadora. De mi parte, utilizo siempre el término “liberalismo” en su sentido histórico como un capítulo del movimiento revolucionario. A veces, cuando critico el liberalismo en ese sentido, algunos conservadores brasileños piensan que estoy hablando mal de ellos. El liberalismo, en el sentido que utilizo el término, cree que la libertad es un principio fundador de la política, pero la libertad es apenas un reglamento formal, resulta en el vaciamiento relativista de todos los valores, fomentando la mutación revolucionaria y la extinción de la propia libertad. La diferencia entre principio substantivo y reglamento formal está en que el primero puede tener su aplicación extendida indefinidamente sin llevar a contradicciones, al paso que el reglamento formal, si aplicado allende un cierto limite, termina por negarse a sí mismo. La libertad es un reglamento formal, porque él siempre necesita de otros que lo definan y no funciona fuera de ellos. Los liberales – en el sentido que uso el término – no lo  entienden.

 

Traducción: Victor Madera