Blog de Olavo de Carvalho

 

 

26 febrero 2004, 18:23 hs.

Mi perro

 

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Se llama Robin y es un Weimaraner de dos a�os. El homenaje que le rindo aqu� no es engre�do ni disparatado. Es que he estado observando al animalito y, despu�s de comparar sus expresiones f�nicas con las �ltimas declaraciones de la fil�sofa Marilena Chau�, he llegado a la conclusi�n de que mi perro es una de las personas m�s inteligentes de este pa�s.

 

 

 

26 febrero 2004, 18:19 hs

El peque�o fil�sofo

 

I. Las direcciones del espacio

 

"La cama es un mueble metaf�sico." (Nelson Rodrigues)

 

Mi primera experiencia de investigaci�n filos�fica tuvo lugar en la cama - y no por los motivos licenciosos que la palabra puede sugerir hoy en d�a. Yo no era m�s que un ni�o y, estando enfermo durante varios a�os, inmovilizado por la fiebre, me acostumbr� a una perspectiva vertical del mundo, que empezaba en el suelo (prolong�ndose imaginariamente hasta debajo del centro de la Tierra) y se ergu�a hasta el fondo ilimitado del cielo, imaginado por encima del techo. De vez en cuando, la fiebre me abandonaba y yo descubr�a, at�nito, que ten�a que volver a aprender a andar. Ya he contado eso aqu�. Pero el cambio de mi persona de la posici�n horizontal a la vertical iba acompa�ado de un concomitante cambio inverso del cuadro del mundo. As� se form� naturalmente un esquema de proporciones, que estructur� de una vez por todas, para m�, el marco relacional de las cosas: arriba-abajo, adelante-atr�s, cerca-lejos. Estas l�neas, que se cruzaban teniendo como centro mi humilde personilla, no designaban s�lo direcciones del espacio, sino diferentes sentidos de la experiencia de vivir. La horizontal era la salud, la vida, la acci�n: jugar y correr, ir al encuentro de mis amigos, participar de los dramas y alegr�as de la tribu. La vertical era la soledad, la presencia de la muerte, pero tambi�n la apertura hacia el cielo infinito, en una paz sobrehumana.

 

Esas dos direcciones no se cruzaban s�lo est�ticamente: eran movidas por la alternancia irregular de lo �lejos� y de lo �cerca�. En la horizontal, lo �lejos� ora significaba la libertad, la aventura, ora equival�a a estar perdido y desamparado, sin encontrar el camino de casa; lo �cerca� ora designaba la estrechez del cuarto que peri�dicamente me aprisionaba, la limitaci�n y el tedio de la vida dom�stica, ora el cobijo de los brazos de mi madre y la inagotable riqueza del mundo peque�o: yo ten�a decenas de miniaturas - soldados, bichos, coches - y, disponi�ndolos en un caj�n de arena entre plantas y piedras, iba componiendo un universo peque�o, casi tan complejo como el grande. En la vertical, lo �cerca� representaba ora el techo que pend�a sobre m� como la tapa de un t�mulo, ora la variedad interna de las sensaciones e imaginaciones que hac�an de mi cuerpo un microcosmos ingenioso, donde el enfermo inmovilizado pod�a instalarse durante semanas y semanas  sucesivamente sin mucha incomodidad; lo �lejos�, a veces, era la inmensidad serena del cielo silencioso, a veces el abismo del olvido, una tiniebla confusa y agitada, sin suelo ni fin.

 

�se era, en suma, el esquema del mundo. Debo su descubrimiento al ritmo peculiar de existencia que la enfermedad prolongada impone al cuerpo humano. Las personas sanas viven en el mundo horizontal: cuando se sumergen en la verticalidad, se duermen y se olvidan de todo. No se percatan de que all� hay otro espacio, tan real como el de la agitaci�n cotidiana: el universo del silencio. El enfermo percibe claramente el paso, la pulsaci�n entre lo oculto y lo manifiesto, lo latente y lo patente, el misterio y la claridad, as� como los cambios incesantes de sentido entre los seis polos de una cruz de tres dimensiones donde el hombre est� clavado en el centro de la esfera armilar del mundo.

 

El signo de la esfera armilar se grab� en m�, sin nombre, sin palabras, y por fin sin im�genes -- puro p�lpito interior --, antes incluso de que yo tuviese la menor conciencia de ning�n �nfasis religioso asociado a �l. Lo volv� a encontrar muchas veces, m�s tarde en los ritos de la Iglesia, en la arquitectura de los templos, en el orden interno de las obras de arte, y en dos de los mayores libros escritos en este siglo: El simbolismo de la Cruz, de Ren� Gu�non, y La estructura absoluta, de Raymond Abellio, que, una vez le�dos, se incorporaron definitivamente a mi concepci�n de las cosas, como traducciones verbales casi perfectas de una experiencia primordial y arquet�pica.

 

Supongo que todos los hombres habr�n vivido esta experiencia. S�lo que, pasando por ella demasiado r�pidamente, no han reparado ni en su belleza, ni en su alcance metaf�sico. Tan distra�do y f�til es el ser humano, que solamente la enfermedad tiene el poder de forzarle a la contemplaci�n. Pero no toda enfermedad sirve: no puede ser breve e intensa como un desmayo, ni tan prolongada que conduzca al embotamiento de la consciencia. S�lo la enfermedad consuntiva, que postra sin adormecer, que debilita sin derrotar, produce esa inmovilidad paciente y serena en la que la profundidad de las cosas empieza lentamente a revelarse. M�s tarde, la sentencia de Arist�teles -- "La inmovilidad engendra la sabidur�a" � reson� en mi alma como una verdad tan cierta y tan alta que reconozco en ella la marca de lo sagrado.

 

 

II. La realidad del mundo exterior

 

Mi segunda experiencia filos�fica fue, por el contrario, banal y trivial: me removi� de las altas cumbres de la contemplaci�n metaf�sica para lanzarme a los juegos dial�cticos vulgares que muchos consideran como si fuesen la filosof�a misma, toda la filosof�a. Se trata de la pregunta sobre la existencia del mundo exterior. Surgi� en m� en cuanto, rehecho de la enfermedad a los siete a�os de edad, penetr� definitivamente en el mundo humano. Ahora ten�a que moverme, orientarme activamente en el espacio horizontal. El esfuerzo f�sico no me sorprendi�: no era m�s que la traducci�n en voz activa del sufrimiento y del dolor habituales. Lo que me pill� desprevenido fue la s�bita necesidad de usar la visi�n, acostumbrada a la penumbra y a los largos delirios, para catalogar el espacio f�sico circundante. Fue entonces cuando me percat� de que mis ojos eran malos. Peor: que discordaban entre s�. El derecho mostraba una perspectiva c�nica, jerarquizada, en la que la nitidez disminu�a con la distancia. El otro me mostraba un mundo bidimensional, chato, en el que todo, m�s all� de los dos metros, ten�a el mismo perfil difuso - pero suficientemente n�tido como para ser reconocido - y los objetos m�s pr�ximos se difuminaban como borrones en un papel mojado. M�s tarde los m�dicos, sin corregir el defecto, me conceder�an el notable alivio de saber su nombre t�cnico: ten�a una leve miop�a en el ojo derecho y una considerable hipermetrop�a mezclada con astigmatismo en el izquierdo. �Vaya gracia! Pero, por aquel entonces, el fen�meno suscit� en m� los m�s profundos y ociosos interrogantes en los que se haya sumergido el cerebro filos�fico: De ambas im�genes contradictorias, �cu�l era la verdadera? �Ambas tienen que excluirse o pueden sintetizarse en una tercera visi�n? Y, en el caso de ser imposible esa s�ntesis, la apor�a asum�a la forma cl�sica: �No estar� totalmente enga�ado respecto a lo que veo? �Puedo confiar en mis sentidos? �Existe, en definitiva, el mundo sensible, o es todo ilusorio y fantasmag�rico?

 

Constat� de ese modo por experiencia, en toda regla, lo que dec�a Fontenelle, que para ser fil�sofo hay que tener un cerebro sano y unos ojos enfermos.

 

Lo curioso es que yo me hac�a esas preguntas varias veces al d�a, pero al mismo tiempo ten�a la percepci�n clara de su fatuidad. Me envolv�a en ellas como un pez en la red, sintiendo que me estaba dejando atrapar en una singular y sofisticada forma de p�rdida de tiempo.

 

�C�mo resolv� la apor�a? La soluci�n ha sido expuesta en mis escritos y clases. Pero el punto de partida fue el siguiente.

 

Observ� que la duplicidad de visiones no era permanente; se deshac�a en cuanto dejaba de prestarle atenci�n y volv�a a las ocupaciones verdaderamente serias, como ordenar los soldaditos de plomo o llevar a mis tortugas (eran siete) a nadar en la pila del lavadero. Pues bien, incluso vistos con la duplicidad de perspectivas, los soldaditos que pon�a a la izquierda se quedaban a la izquierda, los de la derecha a la derecha. Del mismo modo, miradas alternadamente con los dos ojos, las tortugas, aunque parec�an duplicarse en n�mero, conservaban fielmente, tanto las de la pantalla izquierda como las de la pantalla derecha, un comportamiento homog�neo: cuando la tortuga n�mero 1 de la pantalla izquierda se iba al fondo, o flotaba, o iba hacia adelante, hac�a lo mismo su equivalente de la pantalla derecha; y as� las seis, o mejor, las doce restantes. Un d�a en que estaba completamente absorto en mis ocupaciones anfibias, totalmente ajeno a las preguntas filos�ficas, repentinamente me di cuenta de que la duplicidad de visiones se recortaba sobre el fondo com�n de un mismo sistema de direcciones del espacio. Si yo no hubiera tenido claramente la noci�n intuitiva de derecha, izquierda, frente, fondo, cerca, lejos, arriba, abajo, nunca me habr�a podido percatar ni siquiera de la diferencia entre las visiones que me eran mostradas por uno y otro ojo, ya que esa diferencia consist�a precisamente en distancias medidas en dichas direcciones. Obviamente no me percat� de eso con estas palabras, y en realidad no fue ni con palabras, sino con una repentina superposici�n de esquemas geom�tricos en la pantalla de la conciencia. Tard� d�cadas en poder expresar eso con palabras, pero entonces, en lenguaje de figuras, todo qued� perfectamente claro y confirm� instant�neamente mi impresi�n de que las dudas sobre la forma y la existencia del mundo exterior eran un s�rdido y f�til auto-enga�o.

 

El mundo real no era ni el de la pantalla izquierda ni el de la derecha. Ni siquiera era una pantalla, sino el espacio en el que yo me mov�a, que se manten�a rigurosamente organizado a mi alrededor, despleg�ndose en innumerables perspectivas que se suced�an a medida que yo me mov�a y que jam�s se desvinculaban unas de otras. El mundo, en definitiva, era lo que despu�s supe que se llamaba un "continuum espacio-tiempo" -- un tipo de cosa que ten�a al menos dos propiedades: (1) la de estar compuesto por una infinidad de �ngulos, que se mezclaban seg�n uno se mov�a, siempre encajados unos en otros sin salto o ruptura, y (2) la de parecer diferente, sin dejar de ser lo mismo, seg�n los ojos que lo viesen. Pues bien, era precisamente ese continuum lo que yo romp�a cada vez que empezaba a examinar la duplicidad de visiones y me expon�a a la humillante duda esc�ptica, paralizando la sucesi�n viva de las perspectivas para detenerme en dos de ellas, aisl�ndolas de todas las dem�s y oponiendo la una a la otra en sus respectivas reivindicaciones de una realidad soberana. Esa ruptura no ten�a lugar sin que yo la desease o, al menos, la consistiese: era yo quien la produc�a, era mi voluntad la que part�a el mundo en pedazos para quejarse a continuaci�n de no poderlos recomponer; era mi voluntad la que exig�a injustamente, a dos trozos de mundo, las propiedades de un mundo completo. La duda esc�ptica no era impuesta por la realidad, sino creada artificialmente por una conciencia a la que, impulsada por alg�n instinto maligno, le gustaba atraparse a s� misma en el juego de una pregunta idiota. M�s tarde, la experiencia de la vida me confirm� que toda duda esc�ptica, toda negaci�n del poder de la inteligencia humana para conocer lo real parte siempre de una decisi�n de la voluntad, o mejor, de una mala voluntad, que se niega a conocer y que a continuaci�n se deleita en demostrar la validez universal de su impotencia. El escepticismo es siempre un abstraccionismo p�rfido, que se enga�a por miedo a enga�arse.

 

Tampoco me cost� mucho esfuerzo despejar m�s tarde la objeci�n kantiana de que las direcciones del espacio eran proyecciones de mi mente. �Por qu�, en definitiva, tendr�an las tortugas que moverse en una proyecci�n de mi mente, en vez de hacerlo en el agua de la pila lavadero? Mi mente no proyectaba una pantalla sino dos: y quien las unificaba no era yo mismo pensando, sino las tortugas nadando. Era lo contrario de lo que dec�a Kant: en vez de ser la mente la que daba unidad a los fragmentos sensibles captados del mundo exterior, era la unidad del mundo exterior la que se sobrepon�a, imperiosa, a la confusi�n de la mente fragmentada. Estar en el mundo no es coser con formas a priori un caos atomista de sensaciones, sino conquistar poco a poco la unidad de la conciencia gracias a la participaci�n en la unidad de lo real.

 

 

 

2 enero 2004: 20,34 hs.

Un hombrecito filos�fico

 

Hace tiempo, cuando la lectura de Las Puertas de la Percepci�n de Aldous Huxley estaba reciente en la memoria de la generaci�n Woodstock y cuando todav�a estaba de moda alabar las virtudes iluminativas del consumo de drogas, conoc� a dos hermanos que hac�an viajes, al menos semanales, en las alas del LSD. Con ello cre�an estar adquiriendo poderes extraordinarios, ascendiendo al pin�culo del conocimiento espiritual. Aunque yo notaba que, en lugar de eso, se volv�an m�s idiotas cada d�a, me abstuve de cualquier esfuerzo por sacarlos de su enga�o. S�lo una vez le plante� a uno de ellos una modesta objeci�n a sus pretensiones, y eso bast� para dejarle estupefacto hasta el punto de enfriar por alg�n tiempo su devoci�n lis�rgica. Sucedi� as�. �l me estaba contando que la droga agudizaba su percepci�n sensorial, la suya y la de su hermano, hasta el punto de que a este �ltimo, estando a cincuenta metros de distancia, se le pod�a llamar con un simple susurro, escuch�ndolo con la nitidez de uno que estuviese a cincuenta cent�metros.

 

-- Pero, si ambos estabais drogados, -- le pregunt� -- �c�mo sab�as que era tu hermano el que, estando a cincuenta metros, o�a como si estuviese a cincuenta cent�metros, y no t� mismo el que, estando a cincuenta cent�metros de �l, lo ve�as como si estuviese a cincuenta metros?

 

�l se qued� pasmado, se rasc� la cabeza y confes�:

 

-- �Ostras! Nunca hab�a pensado en eso.

 

Como poco despu�s tanto �l como su hermano salieron de mi c�rculo de convivencia, no s� si mi observaci�n lleg� a ayudarles o si, pasado el momento de perplejidad, volvieron a su rutina estupefaciente.

 

Lo que s� s� es que, para m�, esa conversaci�n fue de una utilidad extraordinaria, en un sentido que jam�s podr�a sospechar ninguno de ellos. A partir de ese d�a, adquir� el h�bito de analizar el problema de la percepci�n siempre desde ambos lados, emisor y receptor, en vez de hacerlo s�lo desde el punto de vista del sujeto, como hab�a sido lo habitual en la filosof�a durante por lo menos tres siglos, de Descartes a Husserl. As� fue como me libr� no s�lo de las inhibiciones esc�pticas adquiridas con la lectura de David Hume, sino tambi�n del remedio a�n m�s profundamente inhibidor constituido por las precauciones cr�ticas de Immanuel Kant. Si la primera lecci�n del adiestramiento filos�fico es la confrontaci�n con las objeciones esc�pticas respecto a la posibilidad del conocimiento, dejarse encerrar en la jaula del kantismo y aprender a escabullirse de ella es ya una etapa superior del aprendizaje, en la que muchos fil�sofos de oficio siguen atascados hasta su muerte. Fue el d�a que venc� esa etapa cuando pude por primera vez mirarme al espejo y proclamar con orgullo: �Hijo m�o, ya eres todo un hombrecito.� Al lado de eso, aquellos que, no consiguiendo escapar del subjetivismo cartesiano, recurrieron al subterfugio de negar la existencia del sujeto, como Foucault y Heidegger, empezaron a parecerme adolescentes que, imposibilitados para elevarse al estado de hombrecitos, y m�s a�n al de hombres, inventaron un simulacro de consuelo mediante la negaci�n de la posibilidad de madurar.

 

Sin embargo, la llave de la jaula kantiana, invisible a tantas generaciones, siempre estuvo a la vista. Para encontrarla, bastaba recordar que ning�n sujeto puede ser s�lo y exclusivamente sujeto, sin ser jam�s objeto. En la relaci�n cognoscitiva, sujeto es aquel que recibe las informaciones, y objeto el que las emite. En la relaci�n activa, por el contrario, es sujeto el que act�a, y objeto el que recibe la acci�n; pero como toda acci�n es transferencia de informaciones, ning�n ente puede ser sujeto de la acci�n sin ser simult�neamente objeto desde el punto de vista cognoscitivo, ni objeto de la acci�n sin ser cognoscitivamente sujeto. Para que en una relaci�n cognoscitiva un hombre pudiese ser total y unilateralmente sujeto, sin nada de objeto, tendr�a que estar totalmente desprovisto de la posibilidad de actuar sobre el objeto, es decir, de transferirle informaciones y de ser por tanto, para �l, objeto cognoscitivo. L�gicamente hablando, es una obviedad decir que sujeto y objeto son t�rminos relativos, que expresan posiciones y relaciones accidentales entre los entes, y no una naturaleza fija y definitiva de cualquiera de ellos. Pero precisamente esa obviedad dej� de ser tenida en cuenta en la pr�ctica filos�fica durante tres siglos, naciendo de ah� el subjetivismo que desemboc� inevitablemente en escepticismo y en fenomenismo, es decir, en la reducci�n del mundo a un conjunto de apariencias sin esencia identificable. En verdad, ese error fue primario: el sujeto fue examinado siempre como sujeto, el objeto como objeto, elevando unas meras posiciones relativas a la condici�n de diferencias ontol�gicas inapelables. S�lo gracias a ese vicio fue posible argumentar, como Montaigne, que �como nuestro estado adapta las cosas a s� mismo, y las transforma de acuerdo consigo mismo, ya no sabemos lo que son las cosas de verdad; pues nada llega a nuestro conocimiento m�s que falsificado y alterado por nuestros sentidos� (�ssais, Paris, Garnier, 1962, I, p. 632). En ese p�rrafo, el pr�ncipe de los esc�pticos modernos, penetrando ya en el puro kantismo avant la lettre, da por supuesto que los sentidos humanos alteran por s� mismos las informaciones recibidas de las cosas, sin preguntarse si las cosas, por su parte, tendr�an el poder de mandar esas informaciones distintas de como las recibimos. Veo, por ejemplo, un elefante a cincuenta metros, y me parece del tama�o de un conejo. Pero �l, a su vez, �tendr�a el poder de hacerse ver como si estuviese a cincuenta cent�metros? En caso de duda, puedo comprobar eso contempl�ndome a m� mismo en un espejo desde diferentes distancias. Si mis ojos no consiguen, a cincuenta metros, verme mayor de lo que admite la distancia, es porque mi cuerpo tampoco puede, a esa misma distancia, proyectar una imagen ampliada de s� mismo para que los ojos lo vean mayor. La limitaci�n no est� en los ojos, sino simult�neamente en ellos y en el cuerpo que ven. No est� en el sujeto, sino simult�neamente en �l y en el objeto. Y esa limitaci�n rec�proca, obviamente, no es una limitaci�n: es la adecuaci�n del mensaje enviado al mensaje le�do, es la proporcionalidad de emisi�n y recepci�n, es, en definitiva, percepci�n de la realidad en su tejido vivo de interacciones y perspectivas. Descartes, Hume y Kant podr�an haber hecho esa experiencia, pero jam�s aceptaron bajar de la dignidad de sujetos a la humilde condici�n de objetos. Se consideraron como puros ojos, desprovistos de cuerpos, transformando el mundo en un cuerpo sin ojo, que ellos ve�an sin que pudiese verles. Desprovisto abstractamente de la condici�n de objeto que es concomitante e inherente a su posibilidad de ser sujeto, el sujeto humano se exclu�a de la realidad al mismo tiempo que intentaba alcanzarla � exactamente como uno que intentase probar el gusto de la comida sin llev�rsela a la boca � y, al no conseguirlo, naturalmente, conclu�a afirmando la existencia de un abismo entre sujeto y objeto, entre conocimiento y realidad, sin darse cuenta de que ese abismo s�lo exist�a porque �l mismo lo hab�a cavado. Ren� Descartes descendi� tan profundamente en ese estado de auto-hipnosis, que, viendo desde la ventana a las personas que caminaban por la calle, ten�a dificultad en admitir que fuesen, como �l, sujetos cognoscentes y no simples cuerpos en movimiento. El sujeto s�lo puede cerrarse en s� mismo cuando se olvida de su condici�n de objeto, rebajando a objetos a los dem�s sujetos. De ser permanente, ese estado ser�a una pura despersonalizaci�n esquizofr�nica.

 

Mediante estas consideraciones pude librarme del subjetivismo moderno, sin tener que recurrir al expediente �post-moderno� -- y m�s profundamente esquizofr�nico a�n -- de negar, adem�s del conocimiento, la existencia del propio conocedor. 

 

No creo que la pareja de sabios drogados haya sacado tanto provecho de mis observaciones.

 

 

 

20 agosto 2003, 14,17 hs.

Confesiones de un brontosaurio

 

Seg�n la caracterolog�a de Ren� Le Senne, soy un �sentimental-pasional�, lo que significa la mezcla exacta de dos tipos opuestos. El sentimental puro es un contemplativo rom�ntico que, desenga�ado del mundo, prefiere una derrota digna al compromiso con la miseria ambiente. El pasional es un ambicioso calculador, fr�o y paciente que nunca desiste de sus objetivos y que por lo general acaba alcanz�ndolos. La mezcla significa que me paso el noventa por ciento del tiempo intentando convencerme a aceptar una derrota digna, pero que en el fondo no he desistido de nada y que al final encuentro la manera de conseguir lo que quer�a. De ah� la tardanza extraordinaria de todo en mi vida. Publiqu� mi primer libro a los 48 a�os. Empec� a dar clase en una universidad a los 50. Me estren� como articulista en O Globo a los 53, edad en la que la mayor�a s�lo piensa en la jubilaci�n. Con 56, tengo proyectos que requieren cuatro d�cadas de trabajo.

 

Este plan de vida exige largas esperas, casi inconcebibles para el inmediatismo brasile�o. Conservo mis sue�os dentro de m�, en silencio y al ba�o Mar�a, largo tiempo despu�s de que la gente que me rodea cree que los he abandonado, que ya estoy en otra onda. A los diecinueve a�os, maravillado con los ensayos de Otto Maria Carpeaux que descubr� en unas viejas ediciones polvorientas escondidas en el trastero de una biblioteca p�blica, me promet� a m� mismo reeditarlos un d�a con pr�logo, notas y todo lo dem�s. Empec� a realizar ese plan a los 49 a�os. El segundo volumen est� atrasado. Cuando ya nadie crea que va a salir, pueden tener la certeza de que llegar� a las librer�as. That�s the story of my bloody life.

 

Parece que el destino me educ� para ese paso extravagante, de tortuga o de brontosaurio, inmobiliz�ndome durante siete a�os en una cama, enfermo, desde mi nacimiento. Pasaba semanas, meses, con fiebre, delirando. Permanec�a tanto tiempo postrado, jadeando, que cuando emerg�a de las sombras y me sentaba al borde de la cama, ten�a que aprender de nuevo a caminar. Ten�a dudas de que mis piernas obedeciesen las �rdenes de mi cerebro y me quedaba all�, ensayando mentalmente, incr�dulo, hasta que empezaban a moverse por s� mismas, recobrando mi confianza en la realidad del mundo f�sico.

 

Como nunca hab�a tenido salud para poder compararla con la enfermedad, todo me parec�a completamente normal y nunca me impacientaba con ese estado de cosas. �Ah, cu�nto vale la inocencia! Un muchacho saludable, que se encontrara de repente en esa situaci�n, a�adir�a a los dolores y a las incomodidades el padecimiento insufrible de la rebeld�a. Yo, que no me imaginaba de ninguna manera que el mundo pudiese ser mejor, me adaptaba a lo peor con la naturalidad de una lagartija colocada en el techo, inconsciente de que est� desafiando a la gravedad.

 

Me pusieron tantas inyecciones de benzetacil que, pasado medio siglo, a�n me duele el trasero. Pero en aquella �poca los pinchazos doloros�simos eran una rutina banal. Yo supon�a que todo el mundo tomaba toneladas de benzetacil y me doblegaba, d�cil, a lo que pensaba que era el destino com�n de la especie humana. Mi madre cuenta que yo ten�a un sorprendente buen humor. Cuando no estaba tosiendo o delirando, estaba riendo.

 

Despu�s, cuando repentinamente todo pas� y sal� al mundo, �ste era tan feo, tedioso y miserable que entonces s� que empec� a sentirme enfermo. La reserva de sue�os e im�genes acumulada a lo largo de a�os de torpor f�sico mostr�, entonces, su utilidad. Con gran facilidad me aislaba interiormente del escenario circundante, refugi�ndome en un universo m�s interesante, de mi propia invenci�n. Pero yo no era un tipo alelado. Desarroll� una habilidad incre�ble de hacer una cosa pensando en otra, de mantener una conexi�n m�nima con el ambiente para que nadie se diese cuenta de que yo no estaba all�. En el colegio, fing�a atenci�n con un cent�simo del cerebro, mientras el noventa y nueve por ciento restante estaba pensando en cosas estupendas. La cosa m�s hermosa de la galaxia era el rostro de mi prima Maria Lu�sa, donde me refugiaba cuando la vulgaridad circundante se volv�a insoportable. No era exactamente una pasi�n (Maria Lu�sa ya era una moza cuando yo usaba pa�ales): era una contemplaci�n ext�tica sin deseo, una delicia sin fin que se bastaba a s� misma y que podr�a proseguir por toda la eternidad. Pero Maria Lu�za no era mi �nico refugio. Llegu� a tener largas conversaciones con las personas m�s pesadas del universo, fingiendo eficazmente un inter�s que les lisonjeaba, mientras por dentro me imaginaba las creaciones m�s extraordinarias, guiones enteros repletos de aventuras, caballeros, princesas, castillos y dragones.

 

M�s tarde consegu� los empleos m�s aburridos y agobiantes que hab�a en el mercado, y me deshac�a de las tareas con pura atenci�n perif�rica, vuelto interiormente hacia otra cosa.

 

[Continuar�]

 

 

 

10 de julio de 2003, 10,25 hs.

Digesti�n intelectual

 

Todo lo que he escrito, incluyendo lo m�s abstracto, ha nacido directamente de la experiencia -- del esfuerzo por traducir en s�mbolos y conceptos lo que la vida misma parec�a indicarme.

 

No me acuerdo de haber reaccionado nunca de un modo puramente intelectual a un est�mulo intelectual, mucho menos de una manera verbal a un est�mulo verbal. Los productos culturales, libros, ideas, f�rmulas, no ejercen sobre m� ning�n impacto antes de una larga digesti�n vivencial. Mi primera lectura o audici�n es completamente pasiva y hasta inocente. Me entrego indefenso y sin reacci�n a lo que estoy leyendo, oyendo, viendo. Dejo que todo se acumule en la memoria y que las cosas sin inter�s acaben desapareciendo solas por el desag�e del olvido. Las que quedan flotan durante un tiempo en la superficie de la conciencia, se hunden, desaparecen, vuelven a salir a flote, reaparecen en sue�os o en destellos fugaces de lucidez, d�as o semanas despu�s. En el �nterin han ido sufriendo alteraciones, se han adaptado de alg�n modo a mi metabolismo interior. Cuando vuelven, ya no son criaturas extra�as: son habitantes de mi escenario personal. Pero ni siquiera entonces me ocupo de ellas deliberadamente. Dejo que reposen, como libros en las estanter�as, hasta el momento en que parezcan tener alguna utilidad. Esto sucede cuando alg�n hecho, irrumpiendo en el mundo exterior o brotando espont�neamente de la memoria, se aproxima a ellas por semejanza, contraste o por alguna otra raz�n, exigiendo ser expresado en sus mismos t�rminos o rechaz�ndolos violentamente. S�lo cuando requieren repetidamente mi atenci�n, empiezo realmente a �pensar� en ellas. �Pensar� no es exactamente el t�rmino. Intento, primero, expresarlas, decir lo que dicen. Si todo va bien, las anoto, pero s�lo a efectos de registro. Se han vuelto m�as, pero a�n no las asumo como creencias personales: s�lo son impresiones, que el desarrollo de la vida puede desmentir, alterar, ampliar, fundir. A veces, sin embargo, ni siquiera llegan a ese punto. A la hora de expresarlas, noto que no consigo decirlas con una voz interior que yo reconozca como m�a. Hacen sonar una nota falsa. En alg�n punto est�n rozando, forzando el paso, estranguladas en un conducto mental que las rechaza. Esto a�n no tiene nada que ver con el rechazo intelectual, con la negaci�n consciente. Es un simple sentimiento de falta de naturalidad, una molestia casi f�sica, como si intentase tragarme un filete de pl�stico. �nicamente no se han armonizado todav�a suficientemente con mi modo de ser para que yo pueda hacer de ellas objeto de discusi�n interior, examen reflexivo, concordancia o discordancia. Entonces decreto sumariamente que no las he comprendido y las deposito en un archivo de l�os, esperando que el curso de las cosas, las lecturas o la suerte las completen, las corrijan o, de alg�n modo, las expresen mejor. Acerca de las otras, las de f�cil expresi�n, s�lo cuando llego a percibir claramente sus implicaciones en mi vida real, es cuando empiezan a significar algo para m�. Y solamente entonces empieza el trabajo verdaderamente intelectual de examinarlas, criticarlas, confrontarlas con las palabras de los maestros y con el estado de la ciencia, juzgarlas y, finalmente, explicarlas oralmente o por escrito.

 

El que ve la prontitud de mis respuestas no se imagina la lentitud y la complicaci�n de mi proceso mental. Es que no me pongo a discutir m�s que asuntos largamente metabolizados, que se hayan vuelto familiares no s�lo a mi memoria sino a mi modo de ser. Entonces las respuestas brotan f�ciles y parecen repentinas, destellos gratuitos de un don natural de comprender en un pesta�ear de ojos. Pero no son nada de eso: son frutos de un trabajoso �saber hecho de experiencia�, de un complejo y lento rumiar bovino. No es que �ste me resulte desagradable y doloroso. Al contrario, �l s� que me resulta natural: es mi autentico ritmo interior, el modo de ser arraigado y pertinaz de un t�pico �secundario� de la caracteriolog�a de Le Senne.

 

Justamente por eso no me reconozco en el �Pensador� de Rodin. Esa concentraci�n dolorida, esa crispaci�n no tienen nada que ver conmigo. Mi proceso es lento, profundo y confortable como el silencioso operar de las funciones org�nicas. Tiene sus trastornos, sus perturbaciones, como todos los procesos naturales. Pero se niega obstinadamente a salir de las l�neas que el giro normal del cosmos le ha prescrito. Nada me molesta m�s que el hecho de que requieran mi atenci�n hacia el mundo exterior cuando estoy inmerso en mi secreto mar de s�mbolos. Si el tiempo es la substancia de la vida, la atenci�n es la savia del esp�ritu. Detesto que me chupen la savia en el momento en que la estoy renovando por medio de una zambullida en el fondo de la naturaleza de las cosas tal como �sta se manifiesta en mi propia naturaleza.

 

El �pensar�, para m�, no es m�s que la �ltima y m�s superficial etapa de un trabajo complicado que pasa por las sensaciones, por la memoria, por los sentimientos, por la imaginaci�n. Pensar es f�cil, despu�s que uno ha extra�do ya el material desde el fondo de la experiencia. El problema es que nuestros intelectuales de hoy, hasta cuando piensan correctamente, piensan sin material. Su experiencia es superficial, de segunda mano, es experiencia �cultural� sacada de la conversaci�n com�n y de los �topoi�. En lo que escriben hay ideas, opiniones: ninguna �impresi�n aut�ntica�, como las llamaba Saul Bellow.

 

Por eso tambi�n es raro que yo consiga escribir algo de lo que ya no haya hablado antes. Con muchos escritores sucede lo contrario: si hablan, pierden la substancia de lo que iban a escribir, como en una eyaculaci�n precoz, en un regalo sorpresa prematuramente revelado. Necesitan el secreto para crear. Pero mis palabras son secretas por naturaleza. Brotan de una oscura elaboraci�n org�nica y no podr�an salir de su madriguera antes de tiempo, aunque lo quisiesen. La expresi�n escrita no me viene sin esa preparaci�n indispensable que es el intento oral, sea en las conversaciones informales, sea en la clase. Es imposible pasar directamente de una vivencia casi corporal a la expresi�n escrita. El hablar en voz alta, con los gestos y entonaciones que lo subrayan, es una mediaci�n indispensable. S�lo consigo escribir cuando s� qu� gestos y entonaciones tiene que imitar la frase escrita para que en ellos trasparezca la persona entera de su autor. Pues s�lo la persona entera puede dar testimonio de la realidad que ha presenciado.

 

Registro estas cosas no porque sean interesantes en s� mismas, sino porque pueden ayudar a algunos lectores, por semejanza o contraste, a observar y comprender mejor su propio proceso interior. Cada uno de nosotros es, en la orquesta de las comunicaciones humanas, un s�lo instrumento: un violoncelo, una tuba, una flauta, un tambor. Cada uno tiene sus caracter�sticas propias, que es necesario comprender para poder afinarlo.

 

Por mi parte, estoy convencido de que soy una tromba de caza, que no clama desde lo alto de las murallas, como las trompetas, ni gime junto a los o�dos apasionados, como los violines, sino que resuena desde el fondo de la floresta, indicando el camino a los cazadores o alertando de la proximidad de los animales de presa.

 

 

10 de junio de 2003, 4,11 hs.

Del �guila de La Haya al loro de Evian

 

Es incre�ble. Ante mis observaciones sobre los discursos de Lula (�Un cl�sico y un paralelo�, O Globo, 7 junio 2003), un petista furioso, metido a universitario, me ha escrito dici�ndome que yo desconoc�a o desestimaba la diferencia entre gram�tica y ling��stica. El argumento supon�a, naturalmente, que �sta �ltima hablaba a favor del estilo presidencial. Nunca pens� que tuviese que rebajarme a dar ese tipo de explicaciones, que en mi tiempo cualquier adolescente descubr�a �l solo por intuici�n inmediata. La ling��stica encuentra un orden y una estructura en cualquier discurso, incluso en el de los esquizofr�nicos, en el de los disl�xicos, en el de los chimpanc�s y hasta en el del Sr. Jacques Derrida. Debe encontrarlos tambi�n, ciertamente, en el fondo de los discursos de S. Excia., lo cual, como dir�a Groucho Marx, no mejora lo m�s m�nimo su situaci�n.

 

El mensaje, de todos modos, tiene el m�rito de la tipicidad. En la cabeza de nuestros universitarios, el m�s completo analfabetismo funcional convive en paz y armon�a con un remedo de pedanter�a cient�fica, que permite un buen simulacro provinciano de debate intelectual en cuanto se ve reforzado por algunos t�picos acad�micos de hace cuarenta a�os, que el p�blico juvenil acoge como novedades devastadoras contra los reaccionarios adeptos a la educaci�n cl�sica.

 

La miseria cultural de este pa�s supera toda posibilidad de descripci�n. S�lo es posible designarla, de lejos, simb�licamente. Un buen s�mbolo es nuestro presidente en Evian, con una sonrisa idiota en los labios, vagando como un fantasma sordo y mudo entre las voces angl�fonas de hombres venidos de naciones mil veces m�s pobres que Brasil.

 

La gloria pol�tica de Lula no es la redenci�n de la pobreza. Es la consagraci�n de la ignorancia autocomplacida, tan orgullosa de su traje Armani como de no saber hablar ingl�s.

 

Es verdad que el �guila de La Haya [Ruy Barbosa] parece haber sido m�s una leyenda que una realidad. Lo dice Raymundo Magalh�es J�nior. En La torre del orgullo, de Barbara Tuchman, la �nica menci�n a nuestro Ruy es que, entre todos los enviados a la conferencia, era el m�s tost�n. La presunta brillantez de su intervenci�n parece haber pasado completamente desapercibida.

 

Pero en dicho caso la leyenda a�n pod�a alegar alg�n fundamentum in re, pues Ruy era de hecho un escritor excelente, al menos en el �mbito local. Un alumno m�o resolvi� la cuesti�n con esta observaci�n maravillosa: m�tica o no, el �guila de La Haya sigue siendo perfectamente diferenciable del loro de Evian.

 

 

 

2 de junio de 2003, 10,39 hs.

Tema a desarrollar

 

Este pa�s ya se ha vuelto indigno -- o incapaz -- de ser examinado bajo la �ptica de la filosof�a pol�tica, que presupone, en los agentes del proceso hist�rico, un m�nimo indispensable de consistencia, de realidad, de substancialidad. En el Brasil de hoy todo es fingimiento -- en una medida nunca vista en ning�n otro lugar o �poca de la historia --, y por eso los �nicos enfoques posibles para estudiarlo son el de la psicopatolog�a social y el de la criminolog�a: el primero porque las conexiones entre los pensamientos y la realidad, entre la vida interior y exterior de los personajes, son puramente convencionales e imaginarias; el segundo, porque no hay ni un s�lo acto o decisi�n de los agentes que no constituya de alg�n modo una violaci�n de las leyes del pa�s, por no decir de los principios elementales de la moralidad. En el fondo, la mera existencia de un pa�s como �se es ya una inmoralidad, tal vez un crimen.

 

La vida p�blica en el Brasil de hoy no puede ni siquiera ser objeto de s�tira, pues ella misma es sat�rica, en el sentido de que todas las palabras y acciones de los personajes tienen un doble significado y ambos significados son igualmente ilusorios: el que el agente pretende endilgar al oyente o espectador y aqu�l en el que se basa para orientarse en el marco de lo que se imagina que es la realidad.

 

La actual trama brasile�a se compone totalmente de auto-ilusiones que se sostienen sobre la base de ilusiones secundarias creadas para enga�ar al pr�jimo, pero que no raramente acaban convenciendo al propio agente, transform�ndolo en instrumento inconsciente de aqu�llos a los que pretend�a enga�ar.

 

Las acciones, entonces, obedecen rigurosamente a la estructura de un enga�o mutuo fundado en un doble auto-enga�o, que se multiplica en un efecto de espejos hasta la total imposibilidad de controlar -- o incluso de narrar -- el flujo de los acontecimientos.

 

En ese panorama, cualquier discusi�n de ideas, doctrinas o programas de acci�n nunca es lo que parece, pero tampoco es lo que los productores de la comedia desear�an que pareciese, ya que �stos no tienen dominio suficiente de la realidad como para proyectar un efecto previsible y acaban siendo ellos mismos arrastrados por el juego de fantasmagor�as que han creado.

 

Es la apoteosis del remedo, que acaba remed�ndose a s� mismo, con la ilusi�n suprema de poder restablecer contacto con la realidad mediante un remedo de segundo grado.

 

La cosa no acaba en tragedia tan s�lo porque las acciones son tenues, el territorio es grande y los contactos sociales son flojos y epid�rmicos. Comprimido en un espacio m�s denso, ese juego ser�a explosivo. El caos de las conciencias no se transmuta en caos social s�lo porque los agentes son demasiado d�biles como para romper el panorama rutinario de la vida, que, en la desorientaci�n general, sigue siendo la �nica pauta posible y adquiere una autoridad casi divina, produciendo, como efecto colateral, el culto devoto a la banalidad.

 

23 de mayo de 2003, 10,52 hs.

Beb�s y chimpanc�s

 

 

Con pocos d�as de diferencia, algunas publicaciones cient�ficas dieron la noticia de que los chimpanc�s son gen�ticamente humanos y de que los beb�s en gestaci�n reconocen las voces de sus madres. No hace falta ser muy listo para adivinar las reacciones de los intelectuales: la primera noticia ser� acogida con entusiasmo, la segunda suscitar� fuertes manifestaciones de protesta o por lo menos una epidemia de ponderaciones atenuantes. L�gico: para los representantes de la clase ilustrada, es mucho m�s f�cil admitir la humanidad de los chimpanc�s que la de sus propios hijos a�n no nacidos.

 

El Sr. Peter Singer, por ejemplo, piensa que comer gallinas es un crimen tan grande como el Holocausto y el profesor Renato Janine Ribeiro considera que es inhumano adiestrar a los perros para que no se hagan pip� en el sal�n.

 

Los enemigos de la pena de muerte para cr�menes hediondos celebran la ejecuci�n de los beb�s culpables del crimen de no haber nacido a tiempo de escapar del aborto.

 

La categor�a de persona humana es, seg�n los cient�ficos sociales, un acuerdo cultural, de modo que no hay contradicci�n en atribu�rsela a los chimpanc�s y al mismo tiempo neg�rsela al beb� humano en gestaci�n, reduci�ndolo a la condici�n de excrecencia del cuerpo de la madre que, de ese modo, tiene el derecho de cortarlo como si fuese una u�a o un juanete -- pr�ctica que, aplicada a los chimpanc�s, ser�a considerada extremamente inhumana.

 

�Pero la diferencia espec�fica entre lo humano y lo no-humano es gen�tica o cultural? Si es gen�tica, est� presente desde la concepci�n, sin esperar al nacimiento. Si es cultural, no puede beneficiar a los chimpanc�s. Por eso veremos que de ahora en adelante impera en las discusiones letradas una doble concepci�n de lo humano: gen�tica, para fundamentar los derechos humanos de los chimpanc�s; cultural, para legitimar el asesinato de los beb�s en el vientre de sus madres.

 

23 de mayo de 2003, 10,51 hs.

Ventaja

 

Una de las ventajas de este diario es que, si muchas de sus anotaciones pueden convertirse en art�culos, otras pueden completar y corregir los art�culos publicados. Puedo tambi�n aqu� relacionar un art�culo con otro, mostrando la continuidad del razonamiento, que escapa a veces a los lectores de los peri�dicos.

 

Este diario ser� mi ant�doto a la fragmentaci�n del periodismo.

 

 

 

20 de mayo de 2003, 6,22 hs.

Diario del futuro

 

Ning�n diario es diario. El m�s largo de ellos, en diecisiete vol�menes, que Julien Green empez� a los 26 a�os y termin� a los 96, se salta d�as, semanas, meses. No obstante, queda la intenci�n: documentar las impresiones que pasan, los pensamientos que tal vez no vuelvan nunca m�s. Green hac�a eso porque, como Proust, ten�a la obsesi�n del tiempo que se desvanece, zambull�ndose a cada instante en la nada, a la manera de las redondillas:

 

�que cuanto de la vida pasa

est� recitando la muerte�.

 

Si hay un sentimiento que nunca he tenido, es �se. Soy la menos proustiana de las criaturas. Nunca he tenido a�oranza de los muertos, de los tiempos pasados, de los lugares vistos, o de cualquier otra cosa. Doy gracias a Dios de que los a�os no vuelvan a traer la dichosa infancia querida. Desde peque�o, tuve indeleblemente la sensaci�n de eternidad, la certeza de que todo lo que es bueno en esta vida est� guardado en el supra-tiempo y no pasa jam�s. Lo que pasa es el bagazo de los d�as.

 

La imagen m�s fuerte que se me qued� grabada de mis primeros a�os � ten�a yo unos siete u ocho -- es la de una c�pula de iglesia, azul y blanca, sin pinturas, con una paloma que hab�a entrado por una de las altas ventanas semi-abiertas, revoloteando entre los suaves rayos de sol. Puedo estar loco, pero aseguro que, no s� c�mo, la paloma me sonre�a.

 

En ese instante todo lo que hab�a pasado antes se borr�, y mucho de lo que pasar�a despu�s. �Qu� me importa, pues, mi infancia? Todas las infancias nos esperan en la infancia eterna del Ni�o Jes�s.

 

De ah� mi poca disposici�n a embalsamar el tiempo. El �nico tiempo del que tengo a�oranza es el tiempo allende el tiempo, �se del que hemos venido y al que volveremos, un d�a, en la esperanza del perd�n eterno.

 

Sin embargo, no todo lo que se escribe es con fines proustianos. Hay impresiones e ideas que deben ser registradas no porque han pasado, sino precisamente porque no han pasado, porque han pasado incompletamente y no han llegado propiamente a la existencia. Son vislumbres, presentimientos, intuiciones en germen, mal esbozadas en un limbo de sombras. �sas deben ser conservadas, no como monumentos del pasado, sino como semillas de intelecciones posibles.

 

Desde hace tiempo adquir� el h�bito de guardarlas y a menudo vuelvo a ellas, convid�ndolas a venir a la luz. Casi todo lo que he publicado en libro o he explicado en clase deriva de esas notas.

 

Son el diario de mis pensamientos futuros.