La farsa radical

Olavo de Carvalho

Jornal do Brasil, 21 de junio de 2007

 

 

 

El capitalismo distribuyó a las inmensas masas de la clase media beneficios que antes eran privilegios de la aristocracia. Pero la aristocracia pagaba un alto precio por ellos: era la casta guerrera, lista a morir en el campo de batalla en lugar de los comerciantes y campesinos, exentos a priori de obligación militar. Una vida de libertad y placeres a la sombra de la muerte inminente o una vida de trabajo y abstinencia en la relativa seguridad de la rutina económica, he las dos formas básicas de existencia que, en su equilibrio mutuo, marcaron el repertorio de la humanidad occidental hasta por lo menos el principio del siglo XIX.

Ciento y pocos años bastaron para que, en amplias áreas de la superficie terrestre, no sólo el acceso a una cantidad de bienes materiales nunca antes imaginados, como también la libertad y los medios para la busca de placeres prácticamente sin limitaciones fuesen abiertos a la pequeña burguesía y a buena parte de la clase trabajadora, sin que a eso correspondiese una plusvalía de obligaciones morales. Bien al contrario, la demanda creciente por satisfacciones llegó acompañada de una intolerancia cada vez mayor al sufrimiento y de la rebelión general contra toda forma de “represión”. La eternidad y la muerte desaparecieron del horizonte, la primera volviéndose una ficción de otras épocas, la segunda una idea indecente, prohibida en las conversaciones sanas. En poco tiempo Europa y las Américas se habían poblado de una nueva clase de adolescentes crónicos, ávidos de sensaciones, rebeldes a toda limitación, disfrutando de la obra de los siglos como si fuera un derecho natural y viviendo cada día como si fuese la fecha inaugural de una especie de eternidad terrestre.
Postiza, desequilibrada, fútil y basada en la ingratitud radical para con las generaciones anteriores, esa forma de vida produjo una tremenda acumulación de culpas inconscientes, las cuales, no pudiendo recaer sobre los culpados auténticos – que toleran la idea de culpas aún menos que la de la muerte - son proyectadas de vuelta sobre la fuente de sus beneficios inmerecidos. De ahí la aparente paradoja, tantas veces notada, de que el odio al capitalismo no germine entre sus supuestas víctimas, los pobres, pero justamente entre sus principales favorecidos: la clase media, los estudiantes e intelectuales, el beautiful people de los medios y de la moda, los hijitos-de-papá que van a la universidad en un BMW de cien mil dólares y destruyen el refectorio porque la comida no es gratis. No hay en ello paradoja alguna: hay sólo la lógica implacable de la proyección neurótica. La premisa oculta de esa lógica es el hecho de que el verdadero pecado del capitalismo, la ruptura del equilibrio natural entre placeres y deberes, no puede ser denunciado. Se volvió un tabú. Hay que entonces inventar culpas imaginarias, negar la realidad manifiesta de la prosperidad general creciente y, en un giro lógico formidable, imputarle al capitalismo inclusive la miseria de los países socialistas.

Grande o pequeño, moderado o extremado, todo rebelde anticapitalista, sin excepción, es un farsante – no sólo en sus actitudes exteriores, pero en la base misma de su personalidad, en la raíz de su estilo de vida.

 

Traducción: Victor Madera