La fórmula para enloquecer el mundo
Olavo de Carvalho
Diário do Comércio, 11 de junio de 2007
Adam Smith observa que en toda sociedad coexisten dos sistemas morales: uno, rígidamente conservador, para los pobres; otro, flexible y permisivo, para los ricos y elegantes. La historia confirma abundantemente esa generalización, pero aún podemos extraer de ella muchos elementos que no existían al tiempo de Adam Smith. Lo que ocurrió fue que el advenimiento de la moderna democracia modificó bastante la convivencia entre los dos códigos. Primero alzó hasta la clase dominante el moralismo de los pobres: en América del siglo XIX vemos surgir por primer vez en la Historia una casta de gobernantes que admiten ser juzgados por las mismas normas vigentes entre el resto de la población. En el siglo siguiente, las proporciones son invertidas: la permisividad no sólo se instala de nuevo entre la clase chic, pero desde allí baja y contamina al populacho. Es cierto que no lo hace por completo: mitad de la nación americana todavía se comprende y se juzga según los preceptos de la Biblia. Pero los efectos de la “revolución sexual” fueron profundos, desparramando por todas partes la permisividad y el escarnio para más allá del círculo sexual. El episodio Clinton, perdonado por el Parlamento después de haber usado al Salón Oval de la Casa Blanca como cuarto de motel, demuestra que, para una gran parcela de la opinión pública, hasta las apariencias de moralidad se tornaron dispensables. Un breve examen de las estadísticas de embarazo infantojuvenil y de la utilización de drogas, revela que idéntica transformación ocurrió en países de Europa occidental, donde la disolución de las costumbres ya sucedía desde el término de la I Guerra Mundial (v. Modris Eksteins, Rites of Spring ).
Las consecuencias de esa transformación se amplían para más allá del dominio “moral”. Conforme ha demostrado E. Michael Jones en una serie memorable de estudios ( Degenerate Moderns: Modernity as Rationalized Sexual Misbehavior , San Francisco, Ignatius Press, 1993, y volúmenes subsiguientes) , es justo ahí que se debe buscar la causa del éxito de las ideologías totalitarias en el siglo XX. Articulando su diagnóstico con el de Gertrude Himmelfarb en One Nation , Two Cultures: A Searching Examination of American Society in the Aftermath of Our Cultural Revolution (New York, Vintage Books, 1999), podemos llegar a algunas conclusiones muy explicativas.
El poeta Stephen Spender, tras romper con el Partido Comunista, ya había admitido que lo que conducía los intelectuales occidentales a la pasión por ideologías contrarias a la propia libertad de la cual disfrutaban era el sentimiento de culpa y el deseo de librarse de él a bajo precio. El origen de esa culpa se afinca en el hecho de que largas bandas de clase media pasaron a disfrutar de ocios y placeres prácticamente ilimitados, sin haber de arcar con las responsabilidades políticas, militares y religiosas con que la antigua aristocracia pagaba el precio moral de sus desmanes sexuales y etílicos. Al tiempo en que Francia era el país más cristiano de Europa, Luís XIV tenia nada menos que 28 amantes, pero su rutina de labor era más pesada que la de cualquier ejecutivo de multinacional, sin contar el hecho, tan espléndidamente enfatizado por René Girard ( Le Bouc Émissaire , Paris, Grasset, 1982), de que la función real traía consigo la obligación de servir de chivo expiatorio para los males nacionales: cuando la cabeza de Luís XVI rodó en pago a las deudas de su padre y de su abuelo, ello no fue una innovación revolucionaria, pero el simple cumplimiento de un acuerdo tácito vigente en el cerne mismo del sistema monárquico. Ya por la Edad Media, los encargos de la defensa territorial le incumbía por entero a la clase aristocrática: nadie podía obligar a un campesino o comerciante a ir a la guerra, pero el noble que huyera a sus deberes bélicos seria rápidamente ejecutado por sus pares. Noblesse oblige : la clase aristocrática era liberada de parte de los rigores morales cristianos a la misma medida en que pagaba por su libertad con la permanente oferta de la propia vida en sacrificio al bien de todos. La democratización de la permisividad esparce los derechos de la aristocracia a una multitud de recién llegados que de repente se ven liberados de la presión religiosa sin tener que asumir por ello ningún encargo extra, por mínimo que sea, capaz de restaurar el equilibrio entre derechos y deberes. En contrario, junto a la libertad llega el acceso a bienes incontables y a un patrón de vida que viene a ser superior al de la vieja aristocracia - todo a leche de pato1. Ortega y Gasset observó, en su clásico de 1928, La Rebelión de las Masas , que el típico representante de la moderna clase media, el “hombre masa”, era realmente un hijito de papá, un señorito satisfecho que se juzgaba heredero legítimo de todos los beneficios de la civilización moderna a los cuales no había contribuido en absolutamente nada, por los cuales no tenia que pagar cosa alguna y de los cuales, ordinariamente, ignoraba todo lo respecto a los sacrificios que los produjeron.
Por todas partes, en civilizaciones anteriores, un cierto equilibrio entre costo y beneficio, entre derechos y deberes, entre placeres y sacrificios, era reconocido como postulado central de la sanidad humana. La liberación de masas inmensas de población para el disfrute de placeres y refinamientos gratuitos es una de las situaciones psicológicas más amenazantes ya vividas por la humanidad desde el tiempo de las cavernas. Para cada individuo engolfado en ese proceso, el efecto más directo e ineludible de la experiencia es un sentimiento de culpa tanto más profundo y avasallador cuanto menos concienciado. Pero, ¿cómo podría él ser concienciado, se a la misma medida que se abren las puertas del gozo se cierran las de la conciencia religiosa? El señorito satisfecho es carcomido por un profundo odio a si mismo, pero está prohibido, por la cultura vigente, de percibir la verdadera naturaleza de sus culpas, y aún más de aliviarlas mediante la confesión religiosa y el cumplimiento de deberes penitenciales. La culpa mal concienciada, conforme el psicoanálisis ha demostrado innumeras veces, termina siempre exteriorizándose como fantasía persecutoria y acusatoria proyectada sobre los otros, sobre “el mundo”, sobre “el sistema”. El hombre medianamente instruido de nuestro tiempo echa sus culpas sobre “el sistema”, simulando para sí mismo que está revoltoso por lo que “el sistema” le niega a los pobres, cuando en realidad lo odia por lo que ese sistema le da sin exigirle nada en cambio. No que el sistema sea libre de culpas; mas la misma prosperidad común que extiende los beneficios de la civilización entre masas crecientes que jamás podrían soñar con ello en los siglos pasados muestra que esas culpas no las son de orden económico, pero cultural: el capitalismo no crea miseria, crea riqueza; sin embargo junto con ella propaga el laicismo y la permisividad, rompiendo el equilibrio entre el placer y el sacrificio, necesidad básica de la psique humana. Por eso la aparente paradoja de que el odio al sistema sea diseminado principalmente – o exclusivamente – entre las clases que más se benefician materialmente de él (recuérdense de lo que dije sobre el movimiento gay en el artículo de la semana pasada). La tentación socialista aparece ahí como el canal más fácil por donde las culpas del hijito de papá son lanzadas precisamente sobre las fuentes de su bienestar y de su libertad. Fíjense en la muchachada de la USP – Universidad de São Paulo -, gente de clase media y alta, depredando a una universidad gratuita, y comprenderán lo que estoy hablando: esos chicos no precisan de más beneficios; carecen de un cobro moral que restaure su sanidad. Pero, como los representantes del Estado son ellos propios señoritos satisfechos que también no comprenden el origen de sus propias culpas, su inclinación es hacer de los jóvenes enragés un símbolo de su propia conciencia moral faltante; debido a ello les ceden todo, en remedo de penitencia, corrompiéndolos y corrompiéndose cada vez más y precipitando una acumulación de culpas que solo puede culminar en la suprema culpa del desangramiento revolucionario. “Vivimos en un mundo demente, y lo sabemos perfectamente”, decía Jan Huizinga en la década de 30, poco antes que el desequilibrio del alma europea desaguara en la carnicería general. Transcurridas casi ocho décadas, la humanidad occidental nada aprendió con la experiencia y está presto a repetirla. Hipnotizada por la lógica del deseo, que no vislumbra cura para los males salvo en la procura de más satisfacciones u más libertad, ¿cómo podría ella descubrir que su problema no es la falta de bienes o placeres, pero la falta de deberes y sacrificios que restauren el sentido de la vida y la integridad del alma?
Innecesario decir que la adhesión al Ersatz revolucionario y socialista, siendo en la base una farsa neurótica, no alivia las culpas de modo alguno, mas las recalca aún más hondo en el inconsciente, donde se tornan tan más explosivas y letales cuanto más encubiertas por un discurso de auto-beatificación ideológica (Marilena Chauí soñaba “vivir sin culpas”; el sr. Luís Inácio Lula da Silva admite modestamente haber realizado ese ideal). El odio al sistema – con su expresión más típica hoy día, el antiamericanismo – crece a la misma medida en que la ilusión auto-aduladora de la pureza de intenciones induce cada uno a mancharse cada vez más en la complicidad con la corrupción y los crímenes del partido revolucionario. Los capitalistas, los representantes del “sistema”, a su vez, aceptan pasivamente ser objeto de odio y hasta se regocijan en el, en la vana esperanza de así purgar sus propias culpas; pero, como estas no radican donde apunta el discurso revolucionario, cada nueva concesión al clamor izquierdista los torna aún más culpables y vulnerables.
Anticipando los análisis de Jones y de Himmelfarb, Igor Caruso ( Psychanalyse pour la Personne , Paris, Le Seuil, 1962) localizaba el origen de las neurosis no en la represión del deseo sexual, pero en el rechazo de los reclamos de la conciencia moral. El abandono de la conciencia de culpa no puede ocasionar otro resultado que no sea la proliferación de culpas inconcientes. Y las culpas inconscientes necesitan de nuevos y nuevos chivos expiatorios, cuyo sacrificio sólo las torna aún más angustiantes e intolerables.
Figuras de lenguaje
Toda figura de lenguaje expresa compactamente una impresión sin indicar con claridad el fenómeno objetivo que la suscitó. Descompuesta analíticamente, ella se revela portadora de muchos significados posibles, algunos contradictorios entre sí, que pueden corresponder a la experiencia en grados variados. En Brasil de hoy, todos los “formadores de opinión” de relieve, sin excepción visible – comentaristas de los medios de comunicación, académicos, políticos, figuras del show business -- piensan por figuras de lenguaje, sin la mínima preocupación – o capacidad – de distinguir entre la fórmula verbal y los datos de la experiencia. Imponen sus estados subjetivos al lector u oyente de modo directo, sin una realidad mediadora que pueda servir de criterio de juicio entre emisor y receptor del mensaje. La discusión racional se hace así inviable en la raíz, siendo sustituida por la simple confrontación entre modos de sentir, una demostración mutua de fuerza psíquica que le concede la victoria, casi necesariamente, al lado más ruidoso, histriónico, fanático e intolerante. Como la gente presiente de algún modo que esa situación peligra degenerar hacia el puro y simple cambio de insultos, si no de manotazos o balazos, el remedio que improvisan por mero automatismo es apegarse a las reglas de pulidez como símbolo convencional y sucedáneo de la racionalidad faltante, como si un individuo declarando calma y educadamente que los gatos son vegetales fuera más racional que el que brama indignado que son animales. La consecuencia es que el lenguaje de los debates públicos se torna aún más artificioso y pedante, facilitando la tarea de los demagogos y maniobreros.
Es un ambiente de alucinación y farsa, en el cual solamente el peor y más vil puede prevalecer.
El colmo del libertinaje mental se alcanza cuando las leyes penales pasan a ser redactadas de esa manera. Si la definición de una conducta delictiva es vaga e imprecisa, la tipificación del crimen correspondiente se torna pura materia de preferencia subjetiva del juez o de presión política por parte de grupos interesados. Así, por ejemplo, el agitador que predique francamente la inferioridad de la raza negra y el bromista que haga un chiste ocasional sobre los negros pueden ser condenados a la misma pena por delito de “racismo”. Dos conductas cualitativamente incomparables son niveladas por bajo: no hay más diferencia entre delito y apariencia de delito. Es la mujer de César al revés: no es preciso ser criminoso, basta parecerlo. Basta caber en una definición ilimitadamente elástica que incluye desde el uso impensado de ciertas palabras hasta el adoctrinamiento genocida explícito y feroz. “Racismo” es una figura de lenguaje, no un concepto estricto correspondiente a conductas determinadas. Una ley que lo criminalice es un juego de azar en el cual la justicia y la injusticia son distribuidas sin fundamento, por jueces que tienen la conciencia tranquila de estar actuando a servicio de la libertad y de la democracia. Es una comedia. Quien se dé el trabajo de distinguir analíticamente los varios sentidos con que la palabra “racismo” es usada en diversos contextos verificará que ellos corresponden a conductas muy diferentes entre sí, de las cuales algunas pueden ser criminales. Estas son las que deben ser objeto de ley, no el saco de gatos denominado “racismo”. ¿Y “homofobia”, entonces? Su sentido abarca desde el impulso homicida hasta devociones religiosas, desde la discusión científica de una clasificación nosológica hasta la repulsa espontánea por cierto tipo de caricias – todo eso criminalizado por igual. Quien crea y redacta esas leyes son obviamente personas sin la mínima noción de responsabilidad por sus actos: son adolescentes embriagados de un delirio de poder; son mentes disformes y antisociales, son sociópatas peligrosos. Sólo electores totalmente engañados pueden haber elevado esos individuos a la condición de legisladores, dándole realidad a la fantasía macabra del “Doctor Mabuse” de Fritz Lang: la revolución de los locos, tramada en el hospicio para sojuzgar la humanidad sana e imponer la demencia como norma. Y no piensen que al decirlo esté yo mismo recurriendo a una figura de lenguaje, hiperbolizando los hechos para llamar la atención sobre ellos. La incapacidad de distinguir entre sentido literal y figurado, la pérdida de la función denominativa del lenguaje, la reducción del habla a un juego de intimidación y seducción sin satisfacciones a prestarle a la realidad, son síntomas psiquiátricos característicos. Cuando me enteré de los diagnósticos político-sociales elaborados por los psiquiatras Joseph Gabel e Lyle H. Rossiter, Jr., que, yendo más allá de la concepción schellinguiana de la “enfermedad espiritual”, clasificaban las ideologías revolucionarias como patologías mentales en sentido estricto, pensé que exageraban. Hoy sé que estaban con la razón.
Las figuras de lenguaje son instrumentos indispensables no sólo a la comunicación como a la adquisición de conocimiento. Cuando no sabemos declarar exactamente lo que una cosa es, decimos la impresión que ella nos causa. Todo conocimiento empieza así. Benedetto Croce definía la poesía como “expresión de impresiones”. Toda incursión de la mente humana en dominio nuevo e inexplorado es, en ese sentido, “poética”. Empezamos expresando lo que sentimos e imaginamos. De la confrontación de muchas fantasías diversas, incongruentes y opuestas, la realidad de la cosa, del objeto, un día llega a delinearse delante nuestros ojos, clara y distinta, como que aprisionada en trama de hilos imaginarios – como la tridimensionalidad del espacio que emerge de las líneas rayadas en superficie plana. Suprimir las metáforas y metonimias, las analogías y las hipérboles, imponer universalmente un lenguaje completamente exacto, definido, “científico”, como llegaron a ambicionar los filósofos de la escuela analítica, seria sofocar la capacidad humana de investigar y conjeturar. Seria matar la propia inventiva científica bajo la excusa de darle a la ciencia plenos poderes sobre las modalidades “pre-científicas” de conocimiento.
Pero, inversamente, encarcelar la mente humana en trama no deslindable de figuras de lenguaje rebeldes a todo análisis, imponer el juego de impresiones emotivas como substituto de la discusión racional, hacer de simbolismos nebulosos el fundamento de decisiones prácticas que afectarán millones de personas, es un crimen aún más grave contra la inteligencia humana; es esclavizar toda una sociedad – o varias – a la confusión interior de un grupo de psicópatas megalómanos.
1 NT. “Leite de pato” en portugués la expresión se aplica al juego de barajas, cuando al final todos están quites: los perdedores no pagan sus pérdidas y la confraternización es total. No vale plata.
Traducción: Victor Madera