Torneo de m�mica

Olavo de Carvalho

O Globo, 18 de junio de 2005

 

A lo largo de varias d�cadas de experiencia pedag�gica, no he encontrado pr�cticamente ning�n brasile�o, de cualquier nivel formal de instrucci�n, que mostrara alg�n deseo de alcanzar una comprensi�n m�s profunda de lo que estaba leyendo. Todos se daban por satisfechos con la reacci�n inmediata de aprobaci�n o repugnancia que una primera lectura les causaba, y no raramente creaban instant�neamente, bas�ndose en ella, juicios completos y definitivos.

 Pero la mera impresi�n de concordancia o discordancia al leer un texto no significa ni siquiera que uno lo haya comprendido. La comprensi�n de un texto - de cualquier texto - es la reconstituci�n del acto interior que lo produjo, y esa reconstituci�n es imposible sin acceder al conjunto de datos que el autor ten�a en su mente al efectuarlo. Esos datos, en su mayor parte y en general, pertenecen a la cultura p�blica, pero eso no sirve de nada cuando el lector no posee la determinaci�n de ir a buscarlos. Algunos, para ponerlo m�s dif�cil, pertenecen al universo personal del autor, y tienen que ser recreados imaginativamente, lo que no es posible sin una especie de identificaci�n proyectiva que puede ser bloqueada tanto por el rechazo espont�neo como por el entusiasmo de la adhesi�n prematura.

 La penetraci�n imaginativa en un universo intelectual personal es, en esencia, la misma operaci�n con que se aprehende el conflicto interior de un personaje de ficci�n, s�lo que mucho m�s complicada, porque en ella la imaginaci�n no est� libre para crear las analog�as que se le antojan sino que tiene que atenerse a la multiplicidad de los datos y al sentido de la realidad.

 La dificultad de la operaci�n disminuye en la medida del inter�s personal y, por tanto, de la simpat�a espont�nea que se tiene por un autor o por su ideas. De ah� la tendencia no s�lo a negar el beneficio de la comprensi�n a los autores que no nos inspiran un afecto inmediato, sino a considerar ese simple afecto, cuando surge, como prueba de una comprensi�n suficiente. El c�rculo vicioso s�lo se rompe cuando se asume, de una vez por todas, la decisi�n de leerlo todo con simpat�a comprensiva, de modo que las ideas equivocadas, repugnantes o maliciosas empiecen a manifestarse como tales por sus propios m�ritos y sin nuestra interferencia previa. En suma, hay que leer siempre con un prejuicio a favor , y esperar que las objeciones surjan en contra de nuestra voluntad. Tienen que brotar del simple desarrollo interno del argumento o del conflicto creciente con los datos de la realidad, no s�lo como aparecen ante nosotros, sino como aparec�an ante el propio autor . Sin esa precauci�n, nadie puede estar seguro de haber le�do con el m�nimo de comprensi�n necesario para emitir una opini�n sostenible.

Pero el esfuerzo interior necesario para ello es inviable en un ambiente de exasperaci�n emocional donde cada uno, al fin y al cabo, s�lo concibe las opiniones adversas como productos de una exasperaci�n emocional igual y contraria, nunca de un examen serio, por m�s comprobado que sea.

 En un ambiente de confusi�n moral, nadie tiene una visi�n clara de sus errores y aciertos; la consciencia de culpa es substituida por un sentimiento difuso de humillaci�n, inseguridad y temor, que busca un falso alivio en explosiones histri�nicas de indignaci�n y afectaciones de alta moralidad, no raramente asociadas al f�cil atractivo mesi�nico de alg�n discurso ideol�gico mal asimilado. En ese ambiente, ning�n esfuerzo de comprensi�n es posible, y toda discusi�n p�blica degenera en un torneo de m�mica entre actitudes de dignidad. La comprensi�n es incompatible con la mentira existencial, y por eso no es extra�o que el analfabetismo funcional en las clases letradas crezca junto con la insinceridad general del debate p�blico.

 En los �ltimos tiempos, unos frutos pol�ticos mayores han brotado, con una profusi�n y una rapidez notables, de una larga acumulaci�n de mentiras existenciales en la vida de la sociedad brasile�a. La m�s fatal de esas mentiras fue la apuesta general en la moralidad intr�nseca del socialismo y, por tanto, del partido que popularmente m�s lo representaba. Esa apuesta naci� perdida, pero, incluso despu�s de todo lo que est� pasando, a�n habr� quien desee doblarla. No hay nada comparable a la capacidad brasile�a de llevar el fingimiento hasta sus �ltimas consecuencias.