Los tiempos cambian
Olavo de Carvalho
O Globo, 7 de mayo de 2005
Cuando yo era ni�o, las peleas se hac�an uno contra uno, rodeados por un c�rculo de �rbitros dedicados a impedir que alguno de los contendientes echase mano de palos o piedras, o recurriese a la ayuda de sus amigos para derrotar il�citamente al adversario. Uno pegaba y encajaba con honestidad. Hoy los chavales se vanaglorian de su �astucia� por juntarse tres o cinco o diez para hacer trizas a un infeliz que no tiene ninguna oportunidad de defenderse.
El modelo proviene de los adultos, por ejemplo de los distintos candidatos de las �ltimas elecciones presidenciales, todos comunistas o pro comunistas, reparti�ndose alegremente en familia el espacio de los debates, seguros de no ser atacados en ning�n punto vital, tras haber sido excluidas de los medios de comunicaci�n, de la ense�anza y de la campa�a las voces de los posibles discordantes. Al son de las fanfarrias que enaltec�an �las elecciones m�s transparentes de toda nuestra Historia�, la existencia de un pacto expl�cito entre tres de los presidenciables en el marco del �Foro de S�o Paulo�, reforzada por la complicidad consciente del cuarto, fue totalmente ocultada al p�blico gracias a los buenos servicios de la clase period�stica convertida en �agente de transformaci�n social�, es decir, en departamento de propaganda enga�osa al servicio de la hipnosis izquierdista.
Cuando hombres y ni�os se equiparan en la pr�ctica general del enga�o organizado, es que una naci�n ha perdido los �ltimos resquicios de verg�enza en la cara y est� madura para desarmar a los ciudadanos de bien, entreg�ndolos para que sean cazados como conejos, mientras los representantes de las Farc circulan por las calles bajo la protecci�n del gobierno y gastan sin preocupaciones los lucros de las doscientas toneladas de coca�na que vendieron al Sr. Fernandinho Beira-Mar.
Cuando un pa�s llega a ese punto, el lenguaje humano se vuelve impotente para protestar por el estado de las cosas y no puede m�s que constatarlo con aquella serenidad tr�gica que expresa la anestesia del alma ante el absurdo que la transciende.
No creo que, en la Historia universal, haya un ejemplo de degradaci�n semejante, que con tanta facilidad se haya adue�ado de un pa�s de dimensiones continentales, y que, en vez de una revuelta popular, no haya suscitado m�s que susurros contra el aumento de impuestos o de los tipos de inter�s, demostrando que el bolsillo es el �nico punto sensible de la moralidad general.
No es de extra�ar que el propio territorio de ese pa�s sea corro�do por narcoguerrilleros y por ONGs millonarias al servicio del autoconstituido gobierno mundial de la ONU, mientras los medios de comunicaci�n y los bien pensantes, d�ndoselas de patriotas, alertan contra la mera hip�tesis de la instalaci�n de bases militares americanas que, en verdad, ser�an la �nica defensa posible contra esa invasi�n multilateral ya en avanzado estado de consumaci�n. Cuando el sentido moral se invierte, se invierte tambi�n el instinto de supervivencia, m�s o menos como en esas pel�culas en las que la chica, imbecilizada por el pavor, abofetea al polic�a y se refugia en los brazos del serial killer .
No uso porque s� la expresi�n �imbecilizada por el pavor�. Ciento y cincuenta mil homicidios anuales (la tasa, equivalente a cinco guerras de Irak, la divulga el reportero Lu�s Mir en su reciente libro Guerra Civil) son suficientes para hacer de un pa�s un animal amaestrado, listo para doblegarse d�cilmente, como los alemanes del per�odo entre las guerras, ante el nuevo tipo de autoridad anunciado por Fritz Lang en su pel�cula prof�tica de 1933, �El testamento del Dr. Mabuse�:
� Cuando la humanidad, subyugada por el temor a la delincuencia, se vuelva loca por efecto del miedo y del horror, y cuando el caos se convierta en la ley suprema, entonces habr� llegado el tiempo del Imperio del Crimen .�
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En una carta a O Globo , de nuevo la Sra. Kissling elude refutar mis denuncias y busca refugio en sus lloriqueos fingidos contra unos �ataques personales� que jam�s le he hecho. �C�mo iba a hac�rselos si no s� nada de su vida particular? �Y para qu� iba a hacerlos, si los actos de su vida p�blica son ya m�s escandalosos que cualquier cosa que ella haya podido hacer en su vida privada?
A tiempo: Los documentos que prueban lo que alegu� contra la Sra. Kissling y sus disc�pulas est�n en el libro Catholics For a Free Choice Exposed, de Brian Clowes (Front Royal, VA, Human Life International, 2001).