El reino de las tinieblas
Olavo de Carvalho
O Globo, 23 de abril de 2005
En sus c�lebres Reflexiones sobre la Historia (1905), el historiador suizo Jacob Burckhart descubre tres factores activos en la historia europea: el Estado, la religi�n y la cultura. Corresponden a las tres ra�ces de la civilizaci�n occidental indicadas por Ernest Renan: la organizaci�n romana del poder, la revelaci�n judeocristiana y la filosof�a griega. Pero ya aparecen en el Codex Justinianum (539), con su definici�n de las funciones del emperador como comandante militar, como defensor de la fe y como int�rprete de las leyes seg�n los criterios racionales aprendidos, en �ltimo an�lisis, de los griegos.
La aparici�n de esa idea en fuentes tan separadas basta para ilustrar la permanencia de los tres factores y su funci�n en el equilibrio de la civilizaci�n. La tensi�n entre el Estado, la Iglesia y los intelectuales no es s�lo el hilo conductor de la historia occidental: es el patr�n distintivo entre las �pocas de libertad y las de opresi�n. La opresi�n sobreviene cuando una de las tres fuerzas subyuga a las otras dos, destruyendo su articulaci�n normal. La estabilidad democr�tica de Inglaterra y de los EUA provino de que la fe intelectual dominante (el cientificismo positivista) imper� en el microcosmos universitario sin destruir la religi�n general y el orden p�blico. En la Rusia de los zares, el Estado fundido con la Iglesia aplasta la filosof�a y la ciencia. En 1917, los intelectuales transformados en revolucionarios conquistan el poder pol�tico y aplastan la religi�n. En la Alemania nazi, la fuerza expansiva del Estado sofoca por igual la cultura y la Iglesia. Por todas partes, la triple distinci�n burckhardtiana no cesa de mostrar su fecundidad. Aplicada a Brasil, permite delinear con mucha claridad la situaci�n actual.
Reaccionando contra los militares, la intelectualidad activista de los a�os 60 recurre a la estrategia gramsciana de dominar a la sociedad mediante la hegemon�a cultural antes de aventurarse a la conquista del poder pol�tico. Hacia 1990, la hegemon�a es un hecho consumado: los s�mbolos y valores de la izquierda, ya tan difundidos que ni siquiera son reconocidos como tales, dominan todo el panorama de los debates p�blicos, del arte y de los medios de comunicaci�n. La conquista del Estado, en la v�a abierta por el martillo pil�n de la hegemon�a, llega en el 2002, en unas elecciones disputadas �en familia� entre cuatro candidatos de izquierda. Desde entonces, ya no existe, en la pr�ctica, una actividad intelectual independiente: los artistas, profesores, juristas, periodistas, se convierten en los sacerdotes del �unanimismo�, manteni�ndose fieles a �l incluso cuando los decepciona y colaborando d�cilmente para que todo hecho que lo desacredite m�s de lo conveniente siga siendo ignorado por el p�blico. Las cr�ticas espor�dicas se anulan a s� mismas por las salvedades laudatorias de rigor y no alteran la situaci�n. El establishment cultural y medi�tico se ha integrado en el poder del Estado. La pol�tica, a partir de ahora, se reduce a la disputa superficial de los cargos y prebendas entre unas facciones hermanadas por la identidad de los fines ideol�gicos.
Pero esa tremenda condensaci�n de poderes todav�a no se siente segura. No ha conquistado totalmente los corazones y las mentes. El apego popular a los valores religiosos tradicionales puede ofrecer resistencia, al menos pasiva, a la consolidaci�n del poder. Empieza la lucha por la conquista de la Iglesia. Hasta que el �ltimo fiel no haya abandonado el cristianismo para adherirse a la �teolog�a de la liberaci�n�, el proceso no se habr� completado. De ah� la insistencia general de los medios de comunicaci�n en presentar las cuestiones religiosas seg�n unas categor�as ideol�gicas prefabricadas, pero tambi�n en imponer como int�rpretes m�ximos de la doctrina a las figuras espiritualmente irrisorias, por no decir diab�licamente caricaturescas, de los Srs. Fray Betto y Leonardo Boff.
Graduando con una habilidad pavloviana la ingenier�a del caos y la esperanza falaz en un orden salvador, la revoluci�n gramsciana en Brasil se va consolidando poco a poco, sin traumas insufribles, minando la resistencia mediante el cansancio, legitim�ndose por la fuerza inconsciente del h�bito y avanzando con firmeza tranquila en direcci�n al �nico totalitarismo perfecto, el que el proprio Gramsci describ�a como un poder omnipresente, insensible e invisible: el reino de las tinieblas, fundamentado en la ignorancia general de su naturaleza y hasta de su existencia.