Militancia y realidad

Olavo de Carvalho

Zero Hora, 6 de marzo de 2004

 

 Ser un militante es estar inscrito en una organizaci�n pol�tica, sometido a una cadena de mando y envuelto por una atm�sfera de camarader�a y complicidad con los miembros de dicha organizaci�n. Ser un simpatizante o un �compa�ero de viaje� es estar sumergido en esa atm�sfera, obedeciendo a la misma cadena de mando no por un compromiso formal como los militantes sino por h�bito, por expectativa de beneficios o por connivencia emocional.

 Sin una red de militantes, simpatizantes y compa�eros de viaje, no existe acci�n pol�tica. Con ella, la acci�n pol�tica, si no es limitada por factores externos consolidados hist�ricamente � la religi�n y la cultura en primer lugar � puede extenderse a todos los �mbitos de la vida social, incluso a los m�s alejados de la �pol�tica� en sentido estricto, como por ejemplo los parvularios, los consultorios de acompa�amiento psicol�gico y sexual, las artes y espect�culos, los cultos religiosos, las campa�as de caridad, y hasta la convivencia familiar. La diferencia entre los partidos constitucionales normales y los partidos revolucionarios es que aqu�llos limitan su esfera de acci�n al �rea permitida por la cultura y por la religi�n, mientras que los partidos revolucionarios destruyen la cultura y la religi�n para remodelarlas a imagen y semejanza de sus ideales pol�ticos.

 Aboliendo los frenos tradicionales � cosa facil�sima en un pa�s de cultura superficial como Brasil �, la organizaci�n de la militancia revolucionaria transforma todos las ramas de la actividad social, todas las conversaciones, todos los contactos humanos, hasta los m�s aparentemente apol�ticos e ingenuos, en instrumentos no declarados de expansi�n del poder del partido. S� que esa concepci�n es monstruosa, pero no es m�a. Es de Antonio Gramsci. Una vez que se pone en marcha en una determinada sociedad y alcanza en ella un �xito razonable, toda la existencia humana en esa sociedad ser� afectada por la hipocres�a y la duplicidad, pues pr�cticamente no habr� acto o palabra, por m�s inocente o espont�neo que parezca, que no sirva, consciente o inconscientemente, a una doble finalidad: la que su agente individual tiene prevista en su horizonte de conciencia personal, y aqu�lla para la que sirve, volens nolens, en el conjunto de la estrategia de transformaci�n pol�tica que canaliza invisiblemente los efectos de sus acciones hacia la confluencia en un resultado general que dicho agente ser�a incapaz de planear y hasta de concebir.

 Una vez desencadenado ese proceso, la completa degradaci�n moral e intelectual de la sociedad se produce como un efecto inevitable, pero eso es ventajoso para el partido, pues acelera el proceso de cambio revolucionario y puede ser utilizado adem�s como material de propaganda contra la �sociedad degradada� por los mismos que la deterioran, quienes de esa forma obtienen de sus malas acciones el lucro indiscutible de ocupar siempre la tribuna de los acusadores mientras las v�ctimas permanecen en el banco de los reos.

 Pero los agentes conductores no salen ilesos del proceso que han desencadenado. En el curso de las transformaciones revolucionarias, tendr�n que esmerarse en el arte del discurso doble, justificando sus actos ante el p�blico en general seg�n los valores corrientemente admitidos, y seg�n las metas partidarias ante el c�rculo de los militantes que las conocen y las comparten. A medida que esas metas van siendo alcanzadas, es preciso adaptar las dos caras del discurso al nuevo patr�n de equilibrio inestable resultante del apa�o moment�neo entre lo �antiguo� y lo �nuevo�, es decir, entre lo que el p�blico en general imagina que est� sucediendo y el plano de un trayecto s�lo conocido por la elite dirigente partidaria. Esos reajustes no son s�lo artificios ret�ricos para enga�ar al pueblo. Son revisiones del camino para reorientar a los propios dirigentes e implementar las adaptaciones t�cticas necesarias en cada momento.

 El que nunca ha militado en un partido revolucionario a duras penas puede imaginarse la frecuencia y la intensidad de esas revisiones, ni las prodigiosas dificultades que entra�an. Y s�lo quien tiene alguna idea de eso puede comprender las contradicciones de un gobierno de transici�n revolucionaria, distinguiendo las aparentes de las reales. Pr�cticamente la totalidad de los comentarios pol�ticos que circulan sobre el gobierno Lula no reflejan m�s que la incapacidad de hacer esa distinci�n.