Abajo la verdad

Olavo de Carvalho

O Globo, 26 de febrero de 2005

 

 El t�pico charlat�n acad�mico contempor�neo puede ser reconocido de lejos por una determinada frase que, con m�nimas variantes formales, brota de sus labios con la misma uniformidad infalible con que los rebuznos salen de la boca de los asnos. La frase es la siguiente: �La verdad es fascista.� Seg�n ese tipo de criaturas, s�lo es libertario y democr�tico negar a la inteligencia del ciudadano com�n el don del conocimiento, reducirla a un mecanismo ciego que, al no poder orientarse por s� mismo en la realidad, tiene que ceder d�cilmente a los sofismas, seducciones y consignas de la charlataner�a acad�mica.

 Una inversi�n tan dr�stica y orwelliana de las relaciones normales entre libertad y autoritarismo no podr�a sostenerse sin tergiversar previamente los t�rminos usados para formularla. La asociaci�n difamatoria entre el fascismo y la fe en el poder de alcanzar la verdad es, en efecto, una falsificaci�n en toda regla, pues el fascismo y el nazismo fueron, desde un principio, orgullosamente relativistas y hostiles a toda pretensi�n de conocimiento objetivo. Entre los innumerables documentos hist�ricos que lo prueban, escojo a voleo la siguiente declaraci�n con la que Benito Mussolini, en 1924, defini� el origen filos�fico del esp�ritu fascista:

 "Si el relativismo significa el desprecio a las categor�as fijas y a las personas que se proclaman portadoras de una verdad objetiva, inmortal, no hay nada m�s relativista que nuestras actitudes y nuestras actividades. Del hecho de que las ideolog�as son de igual valor, de que las ideolog�as no son m�s que ficci�n, el relativista moderno infiere que cada uno tiene derecho a crearse una ideolog�a propia y a tratar de afirmarla con toda la energ�a de que sea capaz."

 Por tanto, cuando el lector vuelva a o�r a otro gur� universitario proponer el relativismo como alternativa al fascismo, sepa que est� siendo inducido al fascismo mediante un golpe de jiu-jitsu verbal.

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Pero ese fen�meno no tiene nada de extra�o, porque el rasgo m�s general y constante de la mentalidad revolucionaria, desde su origen en el siglo XVIII, es una mendacidad en grado casi inimaginable para sus adversarios conservadores.

 Ah� radica tambi�n una de las razones de su �xito f�cil, porque la inteligencia de la media humana es muy capaz de identificar mentiras espor�dicas, pero queda desamparada ante un asedio general de mentiras incesantemente renovadas.

 La mala fe revolucionaria difiere de la mentira com�n en que �sta tiene una finalidad pr�ctica o psicol�gica inmediata m�s all� de la cual conserva, como referencia de fondo, la posibilidad de un retorno a la verdad. El mentiroso com�n sabe que miente, sabe que el suyo es un discurso de segunda mano, bueno para ser usado de boca para afuera pero no para orientar substantivamente su conducta en el mundo real. 

La mentira revolucionaria pretende ocupar definitivamente el lugar de la verdad, eliminar el sentido mismo de la diferencia entre verdad y mentira.

 La especie humana en general sabe que vive en un mundo determinado por la verdad � por la verdad de su pasado, por la verdad de su condici�n corporal y mortal, por la verdad de la situaci�n objetiva en la que sus ambiciones tienen que ser severamente limitadas.

 Precisamente contra eso se rebela el revolucionario. La verdad, para �l, es una prisi�n intolerable. Sabe que no puede escapar de ella, pero presiente que, si consigue borrar su recuerdo en las mentes de sus contempor�neos, no podr�n reclamarle nada en su nombre, y entonces la situaci�n circundante ser� m�s holgada, aumentando su poder de acci�n dentro de ella.

 Por eso Voltaire o Diderot, cuando formulaban un argumento racional contra el cristianismo, sent�an menos satisfacci�n que cuando inventaban una mentira infame contra los curas, contra el Papa o contra el mismo Cristo. El argumento racional pod�a ser discutido, a veces con ventaja para el adversario. La mentira c�nica dejaba a su v�ctima en un estado tal de perplejidad, de indignaci�n, de confusi�n, que su desmentido sonaba a falso y le obligaba a explicaciones sin fin, dando tiempo al atacante a inventar m�s y m�s mentiras, divirti�ndose de lo lindo y colocando a la infeliz en una posici�n cada vez m�s vejatoria e indefendible.