Nada m�s justo

Olavo de Carvalho

O Globo, 22 de enero de 2005

  

En una larga tradici�n que viene de S�crates, la tarea del fil�sofo consiste en diagnosticar el desorden espiritual de su tiempo e intentar curarlo en el microcosmos de su propia alma, dando un ejemplo que el ambiente circundante no seguir� de ning�n modo, pero que puede ser bueno para las generaciones siguientes.

 El mal nacional brasile�o, del que fui tomando conciencia al verlo reflejado en los fallos de mi propia formaci�n intelectual y personal, puede resumirse en nuestra incapacidad cr�nica de elevarnos hasta el nivel de las preocupaciones esenciales de la humanidad. La absorci�n man�aca de las inteligencias por minucias electorales y administrativas, reforzada por la obsesi�n folcl�rica, por la adulaci�n populachera del show business y por una larga dieta de economicismo en las ciencias sociales -- todo eso ha producido la mezquindad provinciana de nuestro c�rculo de intereses y la ruptura entre la cultura nacional y la historia espiritual del mundo.

 La cultura brasile�a se ocupa de Brasil, �nicamente de Brasil, para el que la �humanidad� s�lo existe como trasfondo lejano, evanescente e irreal, o como imagen de unas riquezas materiales que codiciamos en vano.

 La urgencia que sentimos por solucionar �nuestros� problemas contrasta con nuestro desinter�s por los problemas fundamentales de la filosof�a, de la religi�n, de la moral. Cuando los tocamos, lo hacemos de pasada y s�lo a trav�s del filtro de la practicidad local e inmediata.

 Ha pesado mucho en esa restricci�n incapacitante la influencia de la ortodoxia marxista, que relegaba a la esfera de lo �individual�, indigno de atenci�n, todo lo que no hiciese referencia a los medios de producci�n y a la lucha de clases. La atrofia de la inteligencia nacional acompa�a pari passu el crecimiento de la hegemon�a marxista. Pero esa influencia no habr�a tenido efecto de no haber incidido en un terreno propicio. Cuando Machado de Assis se�al� como rasgo predominante de nuestra literatura el �instinto de la nacionalidad�, sin percibir que su propia obra trascend�a infinitamente ese c�rculo de intereses, no se le ocurri� comparar ese estado de cosas con lo que pasaba simult�neamente en los EUA. Por entonces los americanos ya hab�an superado la b�squeda narcisista de su �identidad� y entrado de lleno en la discusi�n de los problemas universales, como se observa en las obras de Melville, Hawthorne, Charles Sanders Peirce y sobre todo Josiah Royce.

 Nosotros, en cambio, inmediatamente despu�s dimos un paso atr�s mediante la obsesi�n de los modernistas de 1922 por las boas, los monos y los armadillos, como si pudiera nacer una identidad nacional de la fijaci�n visual en el paisaje f�sico y no de la acumulaci�n y absorci�n reflexiva de las grandes gestas realizadas en com�n. La ruptura de los lazos culturales con Portugal fue un crimen de lesa-cultura. Realizando inconscientemente una profec�a de Hegel, nuestros modernistas disolvieron la historia en la geograf�a. El desprecio por el pasado va acompa�ado hasta hoy, como de rebote, por el culto man�aco de las minucias provincianas de la semana, en una exuberante producci�n de biograf�as de sambistas, cronistas de f�tbol, golfos, prostitutas y, m�s recientemente, terroristas queridos.

 Todo lo valioso y sublime que ha producido la humanidad es, para el brasile�o, un fetiche para ser admirado desde lejos, con envidia rencorosa, y homenajeado de boquilla, precisamente para que se mantenga a distancia y no interfiera en la sacrosanta futilidad nuestra de cada d�a.

 �Cultura�, aqu�, siempre ha sido algo superfluo de aficionados que s�lo se justificaba por raz�n de su utilidad accidental para otros fines, sea de diversi�n p�blica y comercio, sea de ambici�n partidista. La �revoluci�n cultural� gramsciana de los �ltimos cuarenta a�os, allanando el terreno al triunfo de la estupidez federal que hoy celebra como intelectuales a los Tit�s y a Mano Brown, al mismo tiempo que dispensa del conocimiento del ingl�s a los candidatos a la diplomacia, nos ha dado exactamente lo que ped�amos: la organizaci�n de la incultura como fuente de subvenciones estatales e instrumento de propaganda pol�tica. Nunca hemos concebido otra cultura distinta de �sa, y nadie pod�a realizarla mejor que los petistas. Brasil tiene ahora la pol�tica que su cultura merece y la cultura que sus pol�ticos desean. Nada m�s justo.