Olavo de Carvalho
O Globo, 23 de octubre de 2004
Esta vez la farsa ha durado poco. Pero �habr� reparado el lector en la prisa obscena con que la casi totalidad de los grandes medios de comunicaci�n nacionales, en posesi�n de unas fotos muy dudosas, sali� por ah� presumiendo de una m�s de sus rutinarias victorias morales sobre una derecha militar ya pr�cticamente extinguida? �Habr� notado que el gui�n del espect�culo corresponde punto por punto a un script repetitivo, peri�dicamente representado ante todos los focos, para gloria de los m�rtires izquierdistas y deshonra de los hombres de uniforme?
Siempre hay un ex-cabo, ex-soldado, ex-agente que surge de la nada, con revelaciones estrafalarias y contradictorias, vendidas al p�blico como verdades auto-evidentes y aterradoras. Pasadas unas semanas, no se prueba nada, claro, pero la reputaci�n de las Fuerzas Armadas sale un poco m�s sucia.
En los dos casos inmediatamente anteriores, un muerto despertaba para frenar un coche, eludiendo el bochorno de morir dos veces, y un agente especial, huyendo de las investigaciones de tortura, y no disponiendo de cinco minutos para obedecer la orden de quemar documentos comprometedores, se pasaba dos horas excavando un agujero para esconderlos...
Lo grotesco del embuste no tiene l�mites. �Pero qui�n se atrever� a dudar de la autoridad moral de los campeones de tan bellas campa�as por la �tica, por la paz, por el desarme? Contra la inteligencia del p�blico, el periodismo se echa un farol - y gana. El buen sentido popular, retra�do, cede el sitio a la credulidad servil que se rinde ante la voz un�nime de los bien-pensantes.
Esta vez la farsa ha durado poco. Pero �cu�ndo van a ser desenmascaradas las anteriores? Respuesta: cuando la verdad de los hechos llegue a ser m�s importante que la celebraci�n ritual de la santidad izquierdista.
�La ignominia de esta semana va a acelerar el cambio? No lo creo.
�Escuchar a ambas partes� es el mandamiento m�s elemental de la profesi�n, pero no se puede cumplir cuando el objetivo es enaltecer a una y humillar a la otra. Ese objetivo se ha convertido en una cl�usula lapidaria del periodismo nacional. Infringirla es atraer el odio de una clase cuya solidaridad interna se identifica consubstancialmente con la unidad hist�rica del ethos izquierdista.
En los combates de la �poca militar, el marcador de las muertes fue muy equitativo. Los izquierdistas mataron a doscientos y perdieron a trescientos. Si, respetando las proporciones, la memoria period�stica publicase dos fotos de los primeros por cada tres de los segundos, dos declaraciones de los familiares de aqu�llos por cada tres de los descendientes de �stos, la imagen p�blica de los acontecimientos ser�a muy distinta de la actual. Pero, mientras los trescientos son llorados a cada instante como h�roes y m�rtires, los doscientos no merecen m�s que el silencio lleno de desprecio que se dedica a un detalle irrisorio. Es injusto, inhumano y sumamente c�nico.
Si por cada tres im�genes de izquierdistas muertos se publicase en los peri�dicos al menos una del teniente Mendes J�nior, asesinado a culatazos, atado, por el valiente Carlos Lamarca, o de M�rcio Toledo, militante �ajusticiado� acusado de deslealtad a la causa, nadie creer�a en la leyenda de que la lucha fue de unos bravos y leales idealistas contra unos torturadores cobardes y crueles.
Peor. Si las v�ctimas de la represi�n fuesen comparadas a las del terrorismo, inmediatamente se evidenciar�a una diferencia: las primeras fueron, todas, personas implicadas en el conflicto. Entre las segundas hubo un n�mero considerable de civiles inocentes, configurando la pr�ctica fr�a y persistente de un crimen hediondo en absoluto menos imperdonable que el de la tortura.
Entonces ya no ser�a posible que nuestros medios de comunicaci�n - o el gobierno - siguiesen condenando de boquilla los actos de terrorismo de Nova York o Madrid a la vez que los alaban cuando van dirigidos contra los brasile�os.
Si las conexiones pol�ticas de los terroristas fuesen descritas con veracidad, todo el mundo sabr�a que combat�an contra una dictadura culpable de trescientas muertes, pero que lo hac�an como c�mplices de otra dictadura, culpable de m�s de cien mil.
Por eso hay que evitar las comparaciones. La funci�n del periodismo en este pa�s est� muy clara, y, con las honrosas excepciones de siempre, la desempe�a con notable diligencia. No se trata de retratar la realidad del mundo, sino de transformarla. Y es necesario empezar por la transformaci�n del pasado.