Israel a los ojos de un cristiano

Olavo de Carvalho

Vis�o Judaica, 25 de agosto de 2004

 

 

Cuando el Todopoderoso concedi� a Israel el privilegio de ser, de entre todos, el pueblo portador del mensaje divino, no lo hizo a t�tulo parcial y provisional, sino totalmente y de una vez para siempre. Alg�n cristiano puede creer que los jud�os perdieron esa dignidad cuando consintieron la ejecuci�n de Cristo; algunos musulmanes pueden jurar que alteraron el texto de las Escrituras, perdiendo as� su mandato prof�tico; algunos ateos pueden pensar que es todo un montaje ideol�gico levantado para camuflar un proyecto de poder. Pueden decir lo que quieran. Son opiniones humanas, variables como el viento. Si Ud. cree en la Biblia, no tiene otra alternativa que admitir que los jud�os, si eran el pueblo prof�tico anteayer, seguir�n si�ndolo pasado ma�ana. �Yo, el Se�or, hablar�, y lo que yo hablo es una palabra que se cumple sin dilaci�n� (Ez 12,25).

 

Si las cosas son as�, la llegada de la revelaci�n cristiana no las modifica en nada. El bautismo cristiano le redime a uno del pecado original, pero no lo transforma autom�ticamente en profeta. E incluso el estado de gracia, al que uno tiene acceso por los sacramentos, s�lo dura hasta el siguiente pecado, que casi infaliblemente tratar� de cometer en la primera oportunidad. La cuerda de la salvaci�n cristiana es arrojada por los cielos a cada individuo separadamente, en diversos momentos de su existencia, hasta que aprenda a agarrarse a ella o a soltarla definitivamente. Es un beneficio personal, temporal y condicional. La condici�n de pueblo prof�tico, en cambio, fue dada a los jud�os colectivamente, definitivamente e incondicionalmente. Ellos mismos no pueden revocarla. Si pecan, si abandonan el camino, si reniegan de su Dios, eso no cambia en nada su estatuto eterno. Como el profeta Jon�s, que huye de la misi�n, los jud�os son reconducidos perpetuamente a su deber, tanto por medio de las s�plicas y advertencias de los sabios, como por la dura experiencia de los reveses, derrotas y persecuciones. La profec�a es el m�s pesado de los fardos, y no es de extra�ar que el pueblo que lo carga se encuentre curvado bajo el peso de los sufrimientos.

 

Bastan esas dos constataciones para que el lector inteligente concluya que el cristianismo y el juda�smo no son especies del mismo g�nero, no ocupan el mismo lugar en la econom�a de la salvaci�n, no tienen la misma funci�n en el plan divino y, por tanto, no son rivales en modo alguno. Los choques, hostilidades y recriminaciones, a parte de no haber sido tan constantes como los imagina la fantas�a contempor�nea - la Iglesia siempre tuvo sus judaizantes en disputa con los antijud�os, y en el lado jud�o se observa desde el r�gido anticristianismo de Maim�nides hasta la apertura fraternal de un Franz Rosenzweig -, nacieron s�lo de la extrema dificultad de articular la heterogeneidad metaf�sica de las dos religiones con la homogeneidad f�sica de sus respectivas encarnaciones hist�ricas: pues tanto Israel como la cristiandad son comunidades de hombres, que, como tales, entran en rivalidad con otros hombres por la conquista de objetivos humanos: pol�ticos, econ�micos, culturales, etc. C�mo dos religiones pueden ser intr�nsecamente verdaderas cuando parecen divergir en tantos puntos es un problema para cuya soluci�n s�lo desde hace muy pocos a�os, y desde una �poca muy reciente en la Historia, se han venido creando los instrumentos intelectuales m�nimos e indispensables. Desde Leibniz a Eric Voegelin, pasando por los comparatistas del siglo XIX, por la �ciencia de las religiones� de los dos Ottos (Walter e Rudolf), por el memorable di�logo Rosenzweig-Rosenstock y por la �unidad transcendente de las religiones� de Frithjof Schuon, la cantidad de inteligencia invertida en ello es incalculable, y los resultados est�n lejos de ser satisfactorios. Pero al menos uno de esos resultados puede ser considerado definitivo: la religi�n es un misterio, y la existencia de religiones distintas es un misterio mayor a�n. Ha bastado que la ciencia juntase las piezas disponibles para que la conclusi�n se impusiese al instante: nadie tiene la soluci�n de ese enigma. La conciencia de este hecho es precisamente lo que nos impone la obligaci�n moral de perdonar los conflictos religiosos del pasado y, en la misma medida, de condenar los del presente. Pues una cosa es embestir con furia contra la religi�n ajena cuando se est� separado de ella por un abismo cultural infranqueable, y otra cosa totalmente distinta es hacer eso mismo por pereza o por la obstinada negativa a cruzar los puentes que los sabios tan laboriosamente han construido. Si bien es cierto que esos puentes no nos proporcionan la inter-relaci�n positiva, sino que s�lo delinean el perfil de las dificultades que se encontrar�n de ah� en adelante, la simple percepci�n de esas dificultades tendr�a ya que inducirnos a contemplar la religi�n ajena con la reverencia intelectual debida, sin diluirla en una vulgar �tolerancia democr�tica� que desprecia a todas las religiones por igual, ni ahogarla en un exclusivismo opaco que, en el estado actual de los conocimientos, ya no tiene la m�s m�nima raz�n de ser. Es justamente eso - y no s�lo el n�mero asombroso de las v�ctimas, no menos de dos decenas de millones en total - lo que vuelve tan repugnantes e intolerables a los movimientos ideol�gicos antijud�os y anticristianos del siglo XX. Pues ese fue precisamente el siglo que hab�a conquistado los medios intelectuales para impedir que todo eso se produjese.

 

Por lo que se refiere a los jud�os en particular, de ah� se deriva inexorablemente una conclusi�n. Si Dios, al instituir el sacrificio de la misa, hubiese querido abolir al mismo tiempo el antiguo sacrificio mosaico, lo habr�a hecho de manera expl�cita e inequ�voca. Si no lo hizo, el mandato de la Iglesia no revoca el de Israel. De ah� en adelante, los jud�os y los cristianos siguen por sus respectivos caminos, misteriosamente unidos y separados por la identidad de la fuente y por la distinta misi�n que han recibido de ella. No tienen la obligaci�n de comprenderse �ntegramente, porque esa comprensi�n no est� al alcance de las posibilidades humanas. Pero tienen la obligaci�n de amarse y ayudarse mutuamente en todo lo necesario para el buen cumplimiento de sus respectivos mandatos.