Olavo de Carvalho
O Globo, 17 de abril de 2004
Ya he mencionado en esta columna la norma leninista seg�n la cual la pol�mica contra el adversario de derechas, cristiano, sionista, etc. �no tiene por objeto debatir con �l, o refutar sus errores, sino destruirlo�.
La concreci�n de eso en la pr�ctica aparece � por citar un ejemplo entre miles � en el �Manual de Organizaci�n� escrito por J. Peters, dirigente del Partido Comunista Americano, publicado en 1935, en el que varias generaciones de militantes han encontrado la gu�a de la lucha partidaria y de su conducta de vida. Una de las reglas t�picas que all� se encuentran se refiere al modo de comportarse con los enemigos del partido: �Movilizad contra �l a mujeres y ni�os. Convertid su vida en una miseria. Haced que los ni�os boicoteen a sus hijos. Escribid en la puerta de su casa: Aqu� vive el esp�a fulano de tal.�
�Qu� estado de alma se necesita para que un ser humano se permita usar m�todos tan bajos, tan sucios, sin sentir la menor verg�enza ni el m�s m�nimo remordimiento en su conciencia, e incluso imaginando que hay algo de meritorio en su conducta?
Es evidente que el odio no lo explica. Un alma puede odiar sin envilecerse. La demonizaci�n del adversario tampoco basta. Para sentir repulsa del demonio no hace falta endemoniarse.
La degradaci�n voluntaria a la que el militante revolucionario se somete con parad�jico orgullo tiene una ra�z m�s profunda. Refleja una deformaci�n estructural de la conciencia, una perversi�n de los criterios subyacentes a los juicios morales m�s espont�neos. Entonces, el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo sublime y lo abyecto ya no se manifiestan en la realidad concreta de las acciones presentes, sino en la disculpa de un futuro hipot�tico al que, tambi�n hipot�ticamente, tienen que contribuir. Cuando Lu�s Carlos Prestes, fundador del Partido Comunista Brasile�o, manda estrangular a una menor de edad, eso es una buena acci�n, porque contribuye al advenimiento del socialismo. Si mandase fusilar a 17 mil personas y encarcelase a 100 mil, como Fidel Castro, har�a una acci�n mejor a�n, acelerando el motor de la Historia. Pero si un derechista asiste a un enfermo, ampara a un tullido, da de comer a un mendigo, eso son acciones malas, porque ayudan a eternizar el status quo.
Todo ser humano normal sabe que los motivos aducidos para legitimar un acto s�lo son v�lidos si su conexi�n con ellos es directa y evidente. Pero la distancia entre un crimen y sus presuntos beneficios sociales futuros es tan inmensa, y son tan innumerables e imprevisibles los factores coadyuvantes que tienen que a�adirse a ese acto para garantizar la consecuci�n del resultado prometido, que nadie, con buena intenci�n, se permitir�a jam�s apostar tan alto en la dignidad venidera de la bajeza presente.
La conclusi�n es obvia: nadie se ha hecho jam�s militante revolucionario con buen intenci�n. Todo el que se mete a eso, lo hace buscando un salvoconducto para la pr�ctica del mal. Se mete para librarse del peso de la conciencia moral personal, substituida por una indulgencia plenaria firmada por la autoridad del partido y corroborada por la aprobaci�n calurosa de los �compa�eros�.
Todo eso ya ser�a suficientemente perverso, limitado a los agentes del partido. Pero, con la �revoluci�n cultural� gramsciana, la �tica comunista, diluida su identidad propia, se ha diseminado por toda la sociedad. Lo que era una ense�anza para los militantes se ha convertido en el modelo general de conducta entre los meros izquierdistas informales a quienes no les obliga ning�n compromiso partidario.
No conozco en este pa�s ni un s�lo articulista de izquierdas, con o sin partido, que, al hablar de sus rivales ideol�gicos, no se permita aplicarles con placer el trato Lenin-Peters, acus�ndolos de �agentes a sueldo de intereses inconfesables�, de nazis, de racistas o de cualquier otra cosa que les desfigure y les haga odiosos al p�blico, especialmente juvenil, de modo que �ste se niegue a escucharles y prefiera considerarlos como condenados a priori. Y no conozco ni uno s�lo que, al hacer eso, no se sienta moralmente reconfortado con la aprobaci�n de millones de almas gemelas, unidas por la misma creencia redentora en las gracias salv�ficas del �futuro m�s justo�. Tras repetir esa operaci�n un cierto n�mero de veces, el sujeto adquiere incluso una cierta unci�n sacerdotal, y esparce veneno contra los inocentes como quien asperje agua bendita sobre los pecadores.