Reparto de basura

Olavo de Carvalho

Jornal da Tarde, 8 de abril de 2004

 

 

El proyecto del ministro de Educaci�n para que las universidades privadas tengan que tragar una cuota anual de humillados y ofendidos, est� siendo discutido solamente desde el punto de vista econ�mico y jur�dico. Ese aspecto de la cuesti�n existe, sin duda, pero la concentraci�n exclusiva en �l refleja la propia degradaci�n mental brasile�a.

 

Desde que en un test de comprensi�n de lectura entre los alumnos de ense�anza media de 32 pa�ses los nuestros quedaron en �ltimo lugar (resultado que indiscutiblemente ser�a id�ntico entre los universitarios), ning�n educador tendr�a que ser tan malvado como para pensar en someter todav�a m�s v�ctimas al tratamiento pedag�gico que ha producido tal efecto. Ni una matr�cula m�s tendr�a que ser abierta antes de un serio examen de conciencia sobre el contenido de la educaci�n nacional.

 

Pero en Brasil siempre es as�. Ante todo la cantidad; la cualidad s�lo en un futuro hipot�tico siempre aplazado. Primero hay que repartir entre todos; s�lo despu�s � o nunca � cabe preguntar qu� es lo que, en definitiva, se ha repartido. As� es f�cil ser un bienhechor de los pobres: basta democratizar la ignorancia y acto seguido imprimir una estad�stica impresionante en los carteles de la propaganda electoral.

 

Lo que me pregunto es si, en el caso de ser sometido a un test entre los ministros de Educaci�n de 32 pa�ses, el nuestro no quedar�a tambi�n en el �ltimo lugar.

 

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Est� claro que, en diversos grados, se observa un poco en todas partes un id�ntico fen�meno de degradaci�n. La democratizaci�n de la ense�anza es el fraude constitutivo del mundo moderno. Promet�a poner al alcance de un n�mero cada vez mayor de personas las creaciones m�s elevadas del esp�ritu humano, pero, al menos desde el estudio de Richard Hogarth, The Uses of Litteracy (1961), ha quedado probado que no logra nada de eso sino todo lo contrario. A cada sucesiva ampliaci�n del p�blico alcanzado, crea una nueva oleada de productos culturales al nivel de las capacidades de un p�blico de inteligencia m�s baja y de intereses limitados, de modo que, cuanta m�s gente tiene acceso a la ense�anza, m�s inaccesible se vuelve la cultura elevada ahogada bajo densas capas de basura substitutiva.

 

La democratizaci�n de la ense�anza ha creado una �elitizaci�n� sin precedentes de la verdadera cultura superior, hoy s�lo accesible al c�rculo cada vez m�s reducido de aquellos privilegiados de la fortuna que, en el bosque de la subcultura, tengan la suficiente imaginaci�n como para buscar los atajos discretos, si no secretos, que conducen a algo mejor.

 

Cualquier campesino de la Edad Media sab�a d�nde estaban los centros de la cultura superior. Si iba directamente a ellos, entraba de lleno en el n�cleo vivo en el que germinaban las mejores ideas. La sociedad estaba tan preparada para amparar a los pobres vocacionalmente dotados como la universidad para distinguirlos de los ineptos, de modo que ni el acceso al conocimiento era dif�cil ni el ambiente de los debates m�s serios era contaminado por una avalancha anual de arribistas, necesitados de un alimento intelectual cada vez m�s sin enjundia.

 

Si hubiese sido posible ampliar cuantitativamente la red de ense�anza constituida de ese modo, sin mengua de la exigencia cualitativa, la democratizaci�n habr�a sido una bendici�n para la humanidad. En cambio, fue un flagelo. �Por qu�? Porque la educaci�n no fue s�lo expandida cuantitativamente sino transformada: pas� a atender a necesidades nuevas y completamente distintas, que acabaron eliminando sus finalidades propias.

 

Proporcionar mano de obra para la burocracia estatal y para la industria en expansi�n, otorgar a las clases afluentes los nuevos emblemas convencionales del ascenso social, forjar e imponer nuevos modelos de conducta adecuados a los valores pol�ticos del momento, adiestrar a masas de electores y de militantes -- son algunos de los nuevos objetivos a los que la educaci�n se tuvo que adaptar. M�s recientemente, los colegios se han convertido en una red auxiliar de distribuci�n de comida y de asistencia m�dica y en un mercado privilegiado para la venta de droga.

 

Tan lejos quedaron las finalidades propias de la educaci�n, que, al intentar describir lo que eran las universidades medievales (The Concept of a University, 1974), el especialista en ciencias pol�ticas Kenneth Minogue tuvo que reconocer la dificultad casi infranqueable de explicar al p�blico de hoy que anta�o pudo existir una instituci�n fundada en el amor al conocimiento. La degradaci�n cultural se refleja tambi�n en una progresiva incapacidad de comprender el pasado.