Por qu� el socialismo no gana

pero pierde el capitalismo

Olavo de Carvalho

Leader, 27 de marzo de 2004

 

 

Como ya he se�alado en otras ocasiones, la mayor ventaja de la izquierda internacional est� en ser internacional, mientras que las derechas son nacionales, regionales, municipales o � en el caso de los liberales brasile�os � menos que distritales.

 

Incluso la alianza entre las derechas americana e israel� es tan tenue que puede ser puesta en peligro por un simple chismorreo anti-Gibson (Abraham Foxman ya se ha retractado, pero ahora el l�o est� armado).

Su organizaci�n internacional permite a la izquierda producir alternadamente, seg�n le convenga, una impresi�n de unanimidad global o un estado de desorden universal. Como domina los grandes medios de comunicaci�n europeos y americanos, y dispone adem�s de una vast�sima red de ONGs y sites de periodismo electr�nico bien articulados entre s�, dirige el flujo de informaciones en el mundo y, de acuerdo con la regla historiogr�fica de que la difusi�n de noticias produce m�s noticias, domina tambi�n el curso de los acontecimientos.

 

Su poder en el �mbito de las relaciones humanas es incalculable y hace tiempo que ya ha superado las dimensiones de un fen�meno estrictamente pol�tico, convirti�ndose en un dato antropol�gico, en un momento de la historia de la autoconciencia humana (o de la falta de autoconciencia).

 

A ese poder no corresponde, sin embargo, un dominio equivalente de la escena material. Las relaciones de los hombres entre s� son determinadas sobre todo por factores de orden simb�lico y ling��stico -- el �mbito de lo imaginario -- que una buena t�cnica de propaganda y de guerra psicol�gica puede controlar y poner a su servicio. En ese campo, ninguna corriente u organizaci�n ha mostrado nunca una eficiencia tan grande como la izquierda internacional. Su �xito en esa �rea ha ido creciendo ininterrumpidamente desde el Iluminismo hasta hoy, aceler�ndose en ciertas etapas bien demarcadas hist�ricamente, como las �ltimas d�cadas del siglo XVIII, las revoluciones de comienzo y mitad del siglo XIX y, en el siglo XX, los a�os 30, 60 y 90, continuando en la actualidad. El dominio sobre el �mbito material, en cambio, depende de la organizaci�n racional de la econom�a, y eso no est� al alcance de ning�n movimiento izquierdista o revolucionario, precisamente porque el esp�ritu revolucionario es, en esencia, hostil a la idea de una naturaleza material objetiva a cuyas exigencias el hombre tiene que adaptarse por medio de una econom�a, digamos, �natural� o �razonable�. Como ya he demostrado en El Jard�n de las Aflicciones, el marxismo no tiene una noci�n de la naturaleza como realidad aut�noma, sino s�lo como escenario pasivo y maleable de la acci�n humana, entendida a priori como soberana, omnipotente e ilimitada. Es verdad que el socialismo moderno surge, precisamente, como una ambici�n de eliminar lo que Karl Marx llamaba �la anarqu�a del mercado� e instaurar en su lugar el control central de la econom�a. Pero la creencia misma de que el escenario f�sico terrestre puede ser �administrado� en su totalidad es incompatible con la estructura de la realidad. La naturaleza f�sica, lejos de ser la pura materia pl�stica en manos del artesano humano, es un conjunto inabarcable al que la �anarqu�a� del mercado se adapta mucho mejor que cualquier Comit� Central de planificadores iluminados.

 

El dominio izquierdista sobre la inventiva de las multitudes contrasta pat�ticamente con la impotencia de los reg�menes izquierdistas para organizarse y sobrevivir sin la ayuda de las naciones sometidas a la �anarqu�a del mercado�. Sin la ayuda americana, la URSS habr�a desaparecido despu�s de la Segunda Guerra y China habr�a permanecido en la Edad de Piedra a la que fue devuelta por el �Gran Salto hacia Adelante� y por la �Revoluci�n Cultural�.

 

Pero esa impotencia no se verifica s�lo en el contraste entre las naciones. Al propio dominio psicol�gico ejercido por la propaganda izquierdista sobre el alma de las multitudes dentro de los pa�ses capitalistas no corresponde, en la pr�ctica, ning�n cambio equivalente de la estructura econ�mica y pol�tica. Al contrario, cuanto m�s fuerte se vuelve la hegemon�a izquierdista en los medios de comunicaci�n, en el establishment cultural, etc., m�s evidente parece que el tipo de actividad capaz de producir esa hegemon�a s�lo puede florecer en un sistema democr�tico-capitalista moderno. Ninguna econom�a socialista puede tener jam�s hucha para sustentar a una multitud de �intelectuales� (en el sentido amplio y gramsciano del t�rmino) como la que la propaganda pol�tica y la guerra cultural tienen en los pa�ses capitalistas como actividad �nica, monstruosamente improductiva. Una vez instaurada la econom�a socialista, esos par�sitos ser�an reclutados para cortar ca�a o para servir en el Ej�rcito, eso si no son fusilados en la primera purga. Comparen, por ejemplo, la producci�n de libros, tesis universitarias, peri�dicos, revistas, pel�culas, obra de teatro y programas de TV pro-izquierdistas en EUA con su equivalente estatal sovi�tico. La primera gana por goleada, en volumen, cualidad y eficacia. S�lo el capitalismo permite liberar de las actividades productivas a una masa tan gigantesca de charlatanes dispendiosos.

 

As� pues, los �intelectuales� son la elite revolucionaria por excelencia. Son el �Nuevo Pr�ncipe� del que hablaba Antonio Gramsci. Pero, si todo el fundamento material de su actividad reside precisamente en el estado de cosas que desean destruir, si no pueden instaurar la econom�a socialista sin suprimir al mismo tiempo su propia existencia como clase, queda claro, entonces, que esa existencia en la sociedad se basa en una contradicci�n constitutiva que no pueden confesar sin que las pretensiones de su clase de personificar los ideales humanos m�s elevados se auto-desenmascaren por completo. Al car�cter intr�nsecamente farsante de su modo de existencia social deben los intelectuales izquierdistas el tono artificial, declamatorio e histri�nico de su ret�rica. Son mentirosos e hip�critas no porque sean malos en cuanto individuos, sino porque viven de una mentira constitutiva y en el fondo saben que sin ella no durar�an ni un d�a en sus planteamientos. No es verdad lo que dec�a Karl Marx de que la posici�n del individuo en la sociedad econ�mica determina su conciencia. Eso es falso cuando se aplica indiscriminadamente a todos los seres humanos, pero, en el caso de los intelectuales marxistas, es la pura y exacta verdad: la farsa en la que se basa su existencia material determina el contenido farsante de sus ideas.

 

Eso explica tambi�n un fen�meno m�s extra�o todav�a. En la �ltima mitad del siglo XX, muchas naciones cayeron bajo la hegemon�a ideol�gica del izquierdismo, pero poqu�simas de ellas efectuaron seriamente la �transici�n hacia el socialismo�. El poder adquirido sobre las conciencias no se tradujo en una transformaci�n social real. La constataci�n misma de ese estado de cosas genera entre los izquierdistas el peculiar enervamiento que se traduce en un estilo de discurso cada vez m�s inflamado, m�s radical, m�s lleno de odio y, sobre todo, m�s pretencioso y auto-adulador desde el punto de vista moral. La urgencia de destruir a sus enemigos a cualquier precio hace que los portavoces de la ambici�n izquierdista pierdan los �ltimos residuos de escrupulosidad y recurran como nunca a la creaci�n de mentiras e intrigas de calidad cada vez m�s baja, que en el fondo no enga�an ni a ellos mismos. La idea, por ejemplo, de manipular las elecciones espa�olas mediante la crueldad en masa es un ejemplo de acci�n desesperada a la que un grupo s�lo recurre en caso de extrema necesidad. Pero hace medio siglo que la izquierda vive en permanente �estado de extrema necesidad�. Cuanto m�s domina el ambiente psicol�gico, menos puede realizar su so�ada transici�n hacia el socialismo y, por eso mismo, m�s llenas de odio y psic�ticas se vuelven sus palabras y sus acciones. M�s a�n, cuanto m�s poder adquiere su ret�rica sobre la opini�n p�blica, tanto m�s se expande en una psicosis end�mica entre las multitudes la contradicci�n constitutiva e insoluble de la existencia de los intelectuales y tanto m�s la vida humana en general adquiere un tono inconfundible de farsa diab�lica sin fin ni alivio.

 

El peligro real que la izquierda ofrece hoy al mundo no es tanto el de implantar el socialismo propiamente dicho como el de transformar en un infierno los pa�ses capitalistas avanzados � y en un infierno de los pobres el Tercer Mundo. Los intelectuales iluminados se pasan la vida prometiendo �otro mundo posible� s�lo para que nadie se percate de que el insoportable mundo presente es, en todo y por todo, obra de sus manos.

 

Quienes ven esa perspectiva con horror tienen, por tanto, que tomar conciencia de que el enemigo real no es �el socialismo� como propuesta econ�mico-social, sino la clase de los intelectuales activistas, creada y sustentada por el propio capitalismo en una especie de rendici�n ante el chantaje moral en que dicha clase lo mantiene.

 

Concentrar la discusi�n en �propuestas de sociedad�, contrastando �concepciones del desarrollo� es, por tanto, marrar el tiro por muchos metros. Las corrientes izquierdistas y revolucionarias no nos hacen da�o por sus �propuestas�, sino por su actuaci�n, aqu� y ahora, dentro del propio marco capitalista que, en el fondo, no quieren ni pueden destruir. Lo que importa no es probar la superioridad te�rica del capitalismo sobre el socialismo, sino sanear la propia sociedad capitalista, demoliendo el injusto prestigio y el poder de que los intelectuales activistas disfrutan en ella. O eso, o la ilusi�n de que es posible tener una sociedad capitalista saludable con una ideolog�a socialista dominante acabar� infectando con la contradicci�n existencial socialista hasta a los defensores del capitalismo, transformando su vida en una farsa igual a la de los socialistas y convirtiendo el capitalismo en una prisi�n infernal en la que no ser� posible ni quedarse ni marcharse.