Olavo de Carvalho
O Globo, 27 de marzo de 2004
En la web www.ternuma.com.br, el lector encontrar� una lista de 120 brasile�os asesinados por los terroristas en los a�os 60-70. Las v�ctimas no identificadas suman unas ochenta. El terrorismo de izquierda mat� no menos de doscientas personas en este pa�s.
Al contrario de los terroristas muertos y vivos, esas personas no son homenajeadas en los libros de Historia, no son lloradas en los reportajes de TV, ni siquiera son recordadas. Sus familiares no han merecido indemnizaciones, ni siquiera han merecido una petici�n de disculpas por parte de los asesinos sobrevivientes que, hoy, brillan en altos cargos del gobierno y se reparten con sus c�mplices, en un festival de mutua adulaci�n mafiosa, el dinero p�blico transformado en premio del crimen.
Cada uno de esos criminales fue armado, adiestrado, protegido y subvencionado por el gobierno cubano, al que sirvi� devotamente como agente informal o funcionario del servicio secreto. Hasta hoy alegan, para quien se lo quiera creer, que, si ayudaron a consolidar un r�gimen que hab�a encarcelado a 100 mil personas y fusilado a 17 mil, fue por amor a la democracia y a la libertad. Si se adhirieron al fr�o maquiavelismo de la estrategia comunista, fue por amor cristiano y por un sentimiento rom�ntico.
Quien descubra aqu� alguna falta de l�gica a�n no ha visto nada. En los colegios, nuestros ni�os est�n siendo ense�ados para creer que la intervenci�n armada de Cuba en Brasil, que empez� en 1961, fue una justa reacci�n a los acontecimientos de marzo de 1964.
Para los adultos hay una lecci�n parecida. La historiograf�a superior, tras informar de que en el mes de marzo de 1964 Luiz Carlos Prestes, secretario general del Partido Comunista Brasile�o, proclamaba con feroz alegr�a: ��Estamos en el poder!�, ense�a que la inminencia de la conquista del Estado por los comunistas fue una invenci�n retroactiva de la �derecha� para justificar el golpe que tuvo lugar inmediatamente despu�s.
Sin embargo, m�s coherente a�n que la historia oficial es la Presidencia de la Rep�blica, cuando expresa su rechazo ante los atentados de Espa�a al mismo tiempo que remunera con dinero, fiestas y cargos p�blicos hechos similares practicados en terra brasilis. En opini�n de nuestros gobernantes, una bomba en la estaci�n ferroviaria de Madrid es un crimen hediondo; en el aeropuerto de Guararapes es una obra de caridad. Los fragmentos de las v�ctimas, pegados a las paredes, no han dado hasta hoy con esa sutil distinci�n. No creo que tuviesen la finura dial�ctica para comprenderla.
�Dial�ctica�, por cierto, es aqu� la palabra clave. Si el lector se asombra de esos aparentes contrasentidos, s�lo muestra su falta de pr�ctica dial�ctica. Para el militante izquierdista, tener dos lenguas, una de las cuales dice �s� mientras la otra dice �no�, es m�s que un derecho: es una obligaci�n. Hegel, padre espiritual del marxismo, ense�a que todo concepto lleva dentro de �l a su contrario, el cual, en choque con el primero, engendra un tercero que, sin ser ni uno ni otro, ni tampoco ambos al mismo tiempo, es su �superaci�n dial�ctica�, un artilugio infinitamente mejor. Por ejemplo, cuando Jes�s fund� la Iglesia Cat�lica, �sta llevaba ya en su seno a su adversario Lutero, quien naci� tras una breve gestaci�n de quince siglos. Del conflicto emergi� entonces Georg W. F. Hegel en persona, quien, sin ser Lutero ni Jes�s, ni tampoco la suma de ambos, era un sujeto m�s importante todav�a porque los �superaba dial�cticamente�. Es obvio que Hegel usa ese esquema con mucha argucia y delicadeza, camuflando la barbaridad de lo que est� diciendo. Pero, cuando pasa por las simplificaciones requeridas para adaptarse al QI de los militantes, la dial�ctica de Hegel vuelve a mostrar lo que era en el fondo: el arte de proferir barbaridades con una expresi�n de fulgurante inteligencia. De ah� derivan algunas artes secundarias: la de cometer cr�menes para fomentar la justicia, la de construir prisiones y campos de concentraci�n para instaurar la libertad, la de condenar el terrorismo d�ndole premios, etc., etc. S�lo un profano ve ah� contradicciones insanables. Para el dial�ctico, todo se convierte en su contrario y, cuando sucede eso, queda demostrado que el contrario era la misma cosa. Cuando no sucede, el dial�ctico da una ayudita para que suceda, y a continuaci�n apa�a una explicaci�n dial�ctica absolutamente formidable.