Es demasiado obvio

Olavo de Carvalho

O Globo, 6 de marzo de 2004

 

 

Despu�s de los estudios de Eric Voegelin, Norman Cohn, Stefan Rossbach, James Billington y tantos otros, ya no se puede negar en serio que los modernos movimientos revolucionarios -- socialismo, nazismo, etc.-- descienden en l�nea directa de las sectas gn�sticas de comienzos de la era cristiana.

 

Lo esencial de la mitolog�a gn�stica es el sentimiento de que el ser humano es una entidad celeste encarcelada en un mundo malo que una divinidad rebelde cre� contra la voluntad del verdadero �dios�. Esa an�strofe de la narrativa del G�nesis se traduce en una pr�ctica asc�tica que es, a su vez, la inversi�n parasitaria, la caricatura demon�aca de la obediencia jud�a y de la humildad cristiana. El gn�stico, al tomar conciencia de su condici�n de prisionero del cosmos, decide librarse de ella, sea mediante la evasi�n subjetivista sea mediante la destrucci�n activa del mundo y de su s�quito de injusticias, empezando por la �desigualdad social�. Por medio de la conversi�n gn�stica, el individuo adquiere una dignidad espiritual excelsa y ya no puede ser juzgado por la moral com�n. Aunque cometa cr�menes y atrocidades peores que los que denuncia, el gn�stico est� previamente justificado por la esperanza redentora y transformadora que le anima.

 

Cuando, a partir del siglo XVI, el deseo de supresi�n del universo creado evolucion� hacia la idea aparentemente m�s factible de transformar la estructura del tiempo y de inaugurar en la Tierra un para�so milenarista de igualdad y justicia, el gnosticismo estaba maduro para transformarse, de un conglomerado de sectas ex�ticas, en un escuadr�n de poderosos movimientos de masas. El peculiar ethos gn�stico -- la convicci�n de la impecabilidad esencial del revolucionario -- confiere a esos movimientos el derecho de aumentar la cuota de mal en el mundo hasta una altura que ni siquiera los profanos habr�n podido imaginar, y de, no obstante o precisamente por eso, seguir consider�ndose la encarnaci�n m�xima del bien. Los l�deres revolucionarios pueden promover a su antojo el genocidio, el terrorismo, el narcotr�fico, el contrabando, los secuestros, as� como la corrosi�n de las defensas morales de la sociedad por medio de modas intelectuales como el deconstruccionismo, el relativismo, la utop�a lis�rgica o la teolog�a de la liberaci�n, al mismo tiempo que, viendo la devastaci�n resultante, jam�s reconocen en ella la obra de sus propias manos y, cuanto m�s pervierten el orden social, m�s le echan la culpa de todos los pecados, adquiriendo as� una considerable autoridad moral entre las multitudes.

 

El ciudadano de a pie, que no conoce las corrientes hist�ricas que han engendrado ese estado de cosas, se queda at�nito ante la degradaci�n general y da mucho m�s cr�dito a�n a los discursos de la acusaci�n revolucionaria, sin sospechar que �sta proviene de la misma fuente que los horrores que le atormentan. La mentalidad vulgar, incapaz de explicar las conductas humanas m�s que por los motivos banales que aplicar�a a ella misma -- hipocres�a, b�squeda de beneficios materiales, compulsi�n neur�tica, etc. --, se convierte en presa f�cil de la maniobra revolucionaria precisamente porque no puede descubrir las complejidades tenebrosas del alma gn�stica.

 

Por eso, a cada nueva revelaci�n de sus cr�menes y desvar�os, el movimiento revolucionario resurge fortalecido y no debilitado. El m�todo de control de da�os es constante y auto-reproducible desde hace m�s de un siglo. Primero se propaga el mal por todas partes, acusando a sus denunciadores de agentes a sueldo del p�rfido mundo presente, empe�ados en defender sus �privilegios� contra el advenimiento del �otro mundo posible�. Cuando, como pasa siempre, las denuncias se confirman, el movimiento se salva in extremis entregando al pat�bulo a unos cuantos militantes pillados con las manos en la masa � o bien a varios chivos expiatorios escogidos a voleo --, pero acus�ndoles de no haber hecho precisamente lo que el movimiento les hab�a mandado hacer, y de haberse vendido a los adversarios. Si el cristianismo condena el pecado y absuelve al pecador, la moral gn�stica sacrifica al pecador para proteger el pecado, que as� renace interminablemente de su propio castigo simulado.

 

Por favor, ah�rrenme el tener que detallar c�mo este proceso tiene lugar en el Brasil de hoy. Es demasiado obvio como para merecer un art�culo.