Olavo de Carvalho
O Globo, 29 noviembre 2003
Los movimientos que viven de la incitaci�n a la rebeli�n popular siempre han utilizado a los ni�os y a los adolescentes como instrumentos para la relajaci�n de las costumbres, la ruptura de los lazos de lealtad y confianza, la propagaci�n del caos y, finalmente, la persecuci�n y el asesinato de los indeseables.
Desde las �cruzadas de los ni�os� en la Edad Media hasta la Juventud Hitleriana, la �Revoluci�n Cultural� de Mao Ts�-tung y las revueltas estudiantiles de los a�os 60, el testimonio de la Historia es constante y un�nime. La diferencia principal que, en este punto, se observa entre las diversas �pocas es que desde principios del siglo XX la explotaci�n de la rebeld�a infanto-juvenil fue dejando de ser una improvisaci�n fortuita para convertirse en una t�cnica racional, en una ingenier�a de la �transformaci�n social�, hoy consolidada ya como actividad profesional subvencionada por los grupos pol�ticos y por los grandes organismos internacionales.
Dicha actividad abarca desde la destrucci�n de los sentimientos morales y su substituci�n por el Ersatz publicitario m�s conveniente hasta la organizaci�n de los grupos juveniles para la acci�n directa, pasando por varios estadios intermedios como el adoctrinamiento en los centro de ense�anza, la incitaci�n sutil o manifiesta al vicio y a la delincuencia, el cultivo sistem�tico del odio a los chivos expiatorios, la transformaci�n de la ignorancia juvenil en fuente m�gica de autoridad moral y, last not least, las modificaciones legales e institucionales necesarias para neutralizar toda posible reacci�n.
En las almas de los j�venes sometidos a ese conjunto de influencias, los efectos var�an: el simple desprecio a la familia y a la moral, la exigencia arrogante de espacio irrestricto para la aplicaci�n de los propios caprichos, la ca�da en la depravaci�n y en el vicio, la participaci�n en la violencia pol�tica organizada o el ingreso en la delincuencia expl�cita, no son m�s que distintas formas de expresi�n adoptadas por las distintas individualidades de acuerdo con sus inclinaciones personales y con las circunstancias fortuitas. Todas esas modalidades, con su impacto convergente, son, sin embargo, igualmente necesarias para la �transformaci�n social� deseada. Por eso los l�deres e incitadores pol�ticos de la rebeli�n son tambi�n, inseparablemente, ap�stoles de la inmoralidad, abogados de la liberalizaci�n de las drogas y, sobre todo, protectores de la delincuencia, dedicados a crear toda clase de obst�culos legales y culturales a la represi�n de la criminalidad. La pluralidad de los medios refleja la unidad de los fines.
Es inevitable que el sistema de educaci�n p�blica, una vez bajo el dominio de esa gente, se convierta en instrumento prioritario de destrucci�n de la sociedad y comience a actuar en perfecta sinton�a con los dem�s factores generadores del caos. Cuando esos grupos combaten cualquier propuesta represiva y a cambio ofrecen la �educaci�n� como remedio supremo de la delincuencia, ocultan el hecho ampliamente comprobado de que, en ninguna parte, la ampliaci�n del sistema educativo ha hecho disminuir ni un �pice la criminalidad entre los j�venes, sino que la ha potenciado hasta los l�mites de lo insoportable, haciendo de los mismos centros educativos los focos preferentes de la violencia, del tr�fico de drogas, etc. En EUA, la responsabilidad de los colegios en la expansi�n de la criminalidad es ya tan evidente que ha suscitado la eclosi�n del movimiento de homeschooling, por iniciativa de algunos padres que se negaban a someter a sus hijos a una ense�anza estatal al odio pol�tico, a la inmoralidad prepotente y a la maldad. A�o tras a�o, encuestas y estudios confirman que los ni�os educados en casa aprenden m�s y tienen mejor nivel de conducta que sus coet�neos confiados a los cuidados de los �agentes de transformaci�n social�. Los ap�stoles de la �curaci�n mediante la educaci�n� no quieren que los ni�os est�n m�s alejados del crimen, sino solo m�s a mano de una planificaci�n estrat�gica perversa e incalculablemente maliciosa, para la que es igual transformarlos en delincuentes sin m�s o en disciplinados militantes. Entre la delincuencia y la militancia hay, sin duda, varios grados de transici�n y de mezcla, entre los que destaca el empleo de escolares como veh�culos en campa�as de difamaci�n e intimidaci�n en las que sus agentes y mentores no desean ensuciar personalmente sus venerables dedos. En las tropas de miniacusadores que se sienten respaldadas por motivos de alta moralidad para la propagaci�n vanidosa de odios falsos se realiza, entonces, la s�ntesis perfecta de los dos elementos de la m�xima de Lenin: �Fomentar la corrupci�n y denunciarla.�
Cuando el efecto combinado de tantos ataques a la sociedad aumenta hasta crear un estado de conmoci�n general consciente, los dirigentes del proceso, aprovechando el hecho de que son tambi�n los dominadores monopol�sticos de los canales de informaci�n y de debate, echan la culpa de todo a la propia �sociedad injusta� y ofrecen, para los males que ellos mismos han creado, la panacea de transformaciones sociales a�n m�s profundas, reivindicando el indispensable aumento de poder sin el que � sienten tener que informar � no ser� posible realizarlas. La m�quina de la destrucci�n se alimenta de sus propios detritos y crece hasta el punto que, vencedor el nuevo orden, la criminalidad aislada ya no es necesaria y la violencia infanto-juvenil puede ser absorbida en la m�quina estatal revolucionaria bajo la forma de una �Guardia Roja� o de una �Organizaci�n de la Juventud Cubana�.
Por eso, cuando algunos familiares de las v�ctimas de la criminalidad infanto-juvenil solicitan la atenci�n de un pol�tico, con la esperanza de que intervenga contra un estado de cosas insoportable, es de la m�xima prudencia preguntar antes si el susodicho no debe su carrera, precisamente, al fomento de ese estado de cosas. El derecho de voto a los 16 a�os y la concomitante inmunidad penal, por ejemplo, no son elementos aislados, que pueden separarse a placer: son engranajes solidarios de una compleja y laboriosa ingenier�a del caos. Quienes se han dedicado a construir esa obra magna no van a querer desmontarla.