Olavo de Carvalho
O Globo, 22 de noviembre de 2003
La regla m�s importante del m�todo filos�fico es tal vez la que Her�clito formul� con la rigurosa concisi�n del axioma: �Los hombres despiertos est�n todos en el mismo mundo. Cuando duermen, cada uno se va a su mundo.� Abraham Lincoln tradujo eso diciendo que puedes enga�ar a muchas personas durante alg�n tiempo o a algunas personas durante mucho tiempo, pero no a todo el mundo todo el tiempo.
Saber que estamos en el mismo mundo en el que vivieron los sabios de China y de Egipto, los profetas de Israel, los m�sticos hind�es, los sacerdotes africanos e ind�genas, los fil�sofos de Grecia y de la Europa medieval, y que substancialmente nuestra vivencia de la realidad no es m�s rica ni m�s v�lida que la suya, deber�a bastar para alertar al intelectual moderno de que sus ideas, si no resisten una confrontaci�n con la unanimidad de los siglos, no deben valer gran cosa.
Durante mucho tiempo los fil�sofos respetaron esa unanimidad, aunque s�lo la conociesen parcialmente. Hoy los libros cl�sicos de todas las tradiciones son accesibles en las lenguas modernas, y todo aquel que ignore la convergencia esencial de sus respectivas visiones del universo, sobre todo en lo referente a la estructura de los mundos espirituales, tiene que ser considerado in limine un paleto indigno de entrar en un debate sobre cualquier tema intelectualmente relevante. Ante la imposibilidad de leerlo todo, al menos el mont�n de documentos reunidos por Whitall N. Perry en �A Treasury of Traditional Wisdom�, que acaba de salir en una nueva edici�n m�s completa, es de conocimiento obligatorio para todo aquel que pretenda opinar sobre cuestiones de filosof�a, religi�n, moral o pol�tica. Las tres formas esenciales de recoger la experiencia espiritual humana son el mito, la revelaci�n y la filosof�a cl�sica. Esos tres lenguajes son eminentemente inter-traducibles. Por su estudio aprehendemos la unidad de la experiencia humana de la existencia y descubrimos lo obvio: que dicha experiencia constituye el fundamento del que emergen todos los conceptos, todas las ideas, todos los criterios de conocimiento, incluso en las ciencias m�s presuntamente aut�nomas como la f�sica y la qu�mica (si tienen dudas, consulten �A Ci�ncia e o Imagin�rio� de Andr� Corboz y otros, UnB, 1994). Fuera de eso, todo es locura personal o moda cultural, destinada a disiparse en el olvido, por m�s ruido que haga durante alg�n tiempo.
Sin embargo, es impresionante el n�mero de fil�sofos de los dos �ltimos siglos que, con una ingenuidad casi psic�tica, aseguran que toda la humanidad anterior a ellos estuvo enga�ada sobre s� misma y que ellos son los primeros en descubrir la aut�ntica realidad. Durante milenios las generaciones durmieron, inmersas en mundos ficticios, hasta que Karl Marx, Freud, Nietzsche o Heidegger vinieran a despertarlas para informarles -- �por fin! -- d�nde estaban. Cre�an buscar a Dios o la sabidur�a, Marx les informa que no hac�an m�s que defender inconscientemente una ideolog�a de clase. Imaginaban aspirar a la perfecci�n moral, Freud les revela que todo era un tapujo del deseo sexual reprimido. So�aban realizar elevados ideales, Nietzsche les muestra que lo �nico que quer�an era el poder. Pensaban investigar el ser, Heidegger les acusa de ocultarlo. Eso cuando no aparece alg�n deconstruccionista para decirles que ni siquiera exist�an, que no eran m�s que signos de un texto imaginario.
Incluso cuando la investigaci�n revela que esas interpretaciones peyorativas fueron construidas sobre fraudes, manipulaciones e ilogicidades asombrosas, su prestigio actual es tan grande que ocultan con su sombra todo lo que surgi� antes de ellas, como si S�crates o Lao-Ts� ya no tuviesen derecho a hablar con sus propias voces, sino s�lo por boca de alg�n fiscal moderno.
El resultado es que cada �nueva verdad�, en lugar de aumentar el acervo de los conocimientos, s�lo sirve para suprimirlo, para hacerlo incomprensible a las generaciones posteriores. La experiencia humana de un Marx, de un Freud, de un Nietzsche -- por no hablar de un Sartre o de un Foucault -- es extraordinariamente menguada, estrecha, y deja fuera continentes enteros recogidos en el legado universal. Para ser aceptados en la comunidad intelectual elegante, tenemos que recortar nuestra alma seg�n el figur�n de esos egos mutilados, despreciando todo lo que no quepa dentro de su restringido horizonte. La �autoridad de la ignorancia�, como la denomina Eric Voegelin, se ha convertido en el criterio supremo en todos los debates. Ya no queremos ser enanos a hombros de gigantes. Queremos que los gigantes se prosternen para que los enanos se conviertan en la medida de la estatura humana.
Plat�n y Arist�teles eran conscientes, por ejemplo, de que no pod�an usar t�rminos generales sin descomponerlos antes anal�ticamente en sus diversos estratos de significado. Pasados m�s de dos milenios, aceptamos toscas figuras de lenguaje -- �materialismo dial�ctico�, �libido�, �voluntad de poder� -- como si fuesen conceptos objetivos, y ni siquiera nos damos cuenta de que no resisten ni la m�s modesta descomposici�n anal�tica. Razonamos por fetiches y f�rmulas m�gicas. Creyendo estar en el pin�culo del conocimiento, descendemos al nivel del auto-enga�o pueril.
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La oleada de ataques a la memoria del general Ernesto Geisel es un espect�culo deprimente de hipocres�a, pues lo �nico que pretende es ocultar, tras una apariencia de esc�ndalo ante presuntos delitos, los dos �nicos grandes cr�menes efectivos practicados por aquel ex-presidente. Y pretende ocultarlos porque ambos fueron cometidos, precisamente, con la complicidad al menos moral de sus actuales acusadores: (1) la ayuda proporcionada a Cuba para su embestida imperialista que mat� a cien mil angolanos; (2) los pr�stamos irregulares al gobierno comunista de Polonia, las famosas �polonetas�, un desfalco que dar�a envidia a miles de jueces desaprensivos y otros tantos Roldanes.
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El mi�rcoles, particip� por �ltima vez en un debate con un intelectual izquierdista. Es siempre lo mismo. Compruebo que el individuo no sabe de qu� est� hablando, que no ha le�do a los autores que cita, que no entiende ni lo que �l mismo dice -- y el t�o sale refunfu�ando, alegando su autoridad sacrosanta y consider�ndose v�ctima de un complot. Para m�, basta. Ya no aguanto m�s �golpear a criaturas�.