Olavo de Carvalho
O Globo, 15 noviembre 2003
Uds. ya deben haber o�do decir que Brasil salt� de la barbarie a la decadencia sin haber pasado por la civilizaci�n. Antiguamente eso era un chascarrillo, pero est� adquiriendo cada vez m�s toda la apariencia de una verdad pasible de confirmaci�n emp�rica. Observo, por ejemplo, que la vulgata marxista m�s infame, despreciada como basura burocr�tica por los intelectuales de izquierda de los a�os 60, es hoy aceptada como alta cultura universitaria, sin que ya nadie parezca notar la diferencia.
Acabo de leer, en los apuntes de un profesor de la Facultad de Derecho de la USP [Universidad de S�o Paulo], considerado como uno de los m�s brillantes intelectuales de la instituci�n, que el lenguaje y el pensamiento est�n tan profundamente relacionados que �quien no habla no piensa�. Unos alumnos de dicho ciudadano me han trasmitido esa enormidad con total inocencia, sin percatarse de su implicaci�n m�s obvia: si no se puede pensar sin palabras, un ni�o tiene que aprender a hablar para poder luego pensar, de donde se concluye que el pobre tendr� que enfrentarse al aprendizaje de la lengua sin ayuda ninguna de la capacidad pensante. Ni�os as� no existen m�s que en el cuerpo docente de la USP. Si los dem�s funcionasen como ellos, no quedar�a m�s alternativa que la de explicar su adquisici�n del lenguaje por la mera reflexolog�a animal, llevando el materialismo pavloviano a sus �ltimas consecuencias, lo que no se atrev�a a hacer ni la vieja Academia de Ciencias de la URSS. La m�s elemental observaci�n de los hechos ense�a que el pensamiento l�gico ya est� presente en la comparaci�n y catalogaci�n imaginativa de las propiedades sensibles de los cuerpos � forma, color, movimiento �, y que sin el sistema de categor�as que eso supone ser�a imposible, despu�s, aprehender las diferencias entre las clases de palabras. Despu�s de los estudios cl�sicos de Rudolf Arnheim sobre el �pensamiento visual� y los an�lisis de Xavier Zubiri divulgados en la d�cada de los 80, ya nadie niega la obviedad proclamada 2.400 a�os antes por Arist�teles, de que no hay lenguaje sin abstracci�n, ni abstracci�n sin un sentido l�gico de las categor�as presente de alg�n modo en la simple percepci�n sensible. Zubiri va incluso m�s all� y proclama que la aprehensi�n de la �realidad� como tal, distinta de la mera estimulaci�n recibida por un cuerpo, es la forma propiamente humana de percepci�n, la diferencia m�s inmediata y decisiva entre el hombre y el animal.
Inversa y complementariamente � y los mismos apuntes que he mencionado dan ejemplo de ello �, est� claro que se puede �pensar� con meras palabras, formando cadenas enteras de silogismos sin la m�nima aprehensi�n de las entidades referidas, por tanto, sin ninguna conciencia de la diferencia entre las definiciones nominales de los t�rminos y las cualidades objetivas de los seres y de los estados respectivos. En tal caso, el que habla, apenas consiga formar una combinaci�n de palabras que le parezca razonable desde el punto de vista gramatical y sem�ntico, creer� p�amente que est� pensando sobre cosas existentes, y nada le podr� arrancar de la ilusi�n de que su universo de frases es el extremo l�mite del mundo real. A eso precisamente es a lo que en el Brasil de hoy se llama �pensar�, y es natural que, generalizando sus limitaciones personales, los practicantes de ese vicio acaben llegando a la conclusi�n de que, para el resto de la Humanidad, pensar sin palabras es tan imposible como para ellos mismos.
Toda posibilidad de que un ser humano conozca la realidad objetiva estriba en la capacidad que tenga de analizar cr�ticamente su propio lenguaje bas�ndose en la experiencia sensible, externa e interna, y recorriendo marcha atr�s toda la cadena que asciende desde las percepciones mudas � experiencia personal directa � hasta los conjuntos sem�nticos y sint�cticos m�s elaborados. Un escritor que busca el �t�rmino apropiado�, con la obsesi�n de un Flaubert o de un E�a de Queiroz, no hace m�s que comparar su percepci�n de las propiedades sensibles con los registros convencionales de la memoria verbal colectiva recogidos en el lenguaje popular, en la tradici�n literaria y en los diccionarios. El dominio superior de la expresi�n ling��stica es imposible sin un sentido agudo de la distancia que hay entre lenguaje y percepci�n, sentido cuyo ejercicio es precisamente la base de la conexi�n cr�tica entre pensamiento y realidad. Ese ejercicio, especialmente perfeccionado en los escritores y fil�sofos, es, sin embargo, una capacidad elemental sin la que los seres humanos no podr�an escapar jam�s de las redes de cualquier ilusi�n verbal urdida por ellos mismos. Un escritor de verdad es, por tanto, un especialista en percepciones, empe�ado en protegerlas de la fuerza diluyente del flujo ling��stico, y as�, mallarmeanamente, en �dar un sentido m�s puro a las palabras de la tribu�. Ni que decir tiene que, en esa acepci�n, la mayor�a de los individuos que en este pa�s ostentan hoy d�a el t�tulo de escritores no son escritores en modo alguno, sino precisamente lo contrario: son profesionales de la verborrea, dedicados a ponerla de tal modo por encima del mundo percibido que al final ya no sea posible recurrir al testimonio de la percepci�n para confirmar o impugnar lo que dicen. Cuando adquieren en ello un cierto grado de habilidad, est�n maduros para declarar el primado del lenguaje no s�lo sobre el pensamiento, sino sobre la realidad, transformando el psitacismo en el m�s elevado de los deberes intelectuales. Nada m�s natural que lo hagan con pretextos desconstruccionistas elegant�simos. El lenguaje de esa gente no es �b�rbaro�, en el sentido de elemental y simplista. Al contrario, es tanto m�s sofisticado cuanto m�s est�pido, m�s artificioso y m�s incapaz de confrontaci�n con la realidad. El que, por otro lado, los individuos formados o deformados de ese modo sientan cada vez mayor atracci�n hacia lo vulgar y lo grosero, hasta el punto de colocar su pluma orgullosamente al servicio de demagogias revolucionarias torpes y sangrientas, exaltando el �humanismo del Che Guevara�, la compasi�n social del genocidio mao�sta, los ideales justicieros del narcotr�fico o la piedad cristiana del aborto en masa, es algo que se comprende sin mucha dificultad: pues la mente que ha dicho adi�s al mundo de las percepciones siente verdaderamente nostalgia de la realidad y tiene que buscar en lo �popular�, como ella misma lo denomina, un suced�neo simb�lico de lo que ha perdido para siempre. Es el salto, si no de la barbarie a la decadencia, al menos de la decadencia a la barbarie.