Orgullosa ostentaci�n de ineptitud

Olavo de Carvalho

Folha de S. Paulo, 14 de octubre de 2003

 

 

Cuando un d�a se escriba la historia de la patolog�a espiritual brasile�a, habr� que dedicar un cap�tulo entero al �manifiesto� con el que algunos intelectuales -- entre los cuales los �uspianos� de siempre, claro est� -- reaccionaron frente al art�culo del cr�tico Nelson Ascher sobre Edward Said.

 

El art�culo, publicado en la Folha del d�a 29, resum�a unos documentos recientemente publicados, de los que se deduc�a que el historiador �rabe hab�a falsificado su autobiograf�a para presentarse como m�rtir palestino, atraer la piedad occidental y obtener con ello las ventajas de rigor, entre las cuales una c�tedra en Columbia.

 

Said nunca fue gran cosa. Sus cr�ticas al orientalismo, que legitimaron su prestigio acad�mico, no fueron m�s que una caricatura politizada de los an�lisis cl�sicos de Ren� Gu�non, que datan de 1921 -- una deuda que Said, h�bilmente, olvid� reconocer. El resto de su obra se limita a hacerse eco del multiculturalismo convencional, obligatorio en las universidades americanas desde la llegada del m�todo �desconstruccionista� introducido en ellas por el nazi Paul de Man.

 

Pero cuando un historiador llega al colmo de adulterar su propia historia, todo lo que escriba sobre la historia de los dem�s pierde toda credibilidad. Y la propia causa que defiende sale herida de este lance, ya que, por definici�n, un cliente honesto no se esconde tras las artima�as de un abogado picapleitos.

 

Ascher no hizo nada m�s que relatar el caso, con toda la exactitud y moderaci�n que cabr�a exigir. Eso bast� para que la c�lera de la intelectualidad activista, terrible como un escuadr�n de cucarachas, cayese sobre �l con todo el peso de un �manifiesto�.

 

Lo que m�s llama la atenci�n en ese documento es la presunci�n de credibilidad autom�tica con la que sus firmantes se eximen de se�alar alg�n fallo, por m�nimo que sea, en el escrito que condenan, al que, por el contrario, creen haber fulminado in limine mediante la declaraci�n sumaria de que �merece repudio y no respuesta�. No estamos ante una argumentaci�n, una refutaci�n, sino ante un decreto imperial que prescinde de fundamentos porque la fiabilidad de quien lo firma es autofundante y ni de lejos concibe que pueda ser cuestionada.

 

Pero el fen�meno tiene dos aspectos. Por un lado, est� la facilidad, la c�ndida desenvoltura con la que de ese modo es trasladada la cuesti�n desde el �mbito de la realidad hist�rica al de los gustos y preferencias subjetivos. No se trata ya de saber si algo sucedi� o no, sino de decidir si lo que se cuenta al respecto es agradable o desagradable para un cierto grupo de individuos. Ya Marco Tulio Cicer�n dec�a que la ra�z de todos los males humanos es la aspernatio rationis, el desprecio a la raz�n, el orgullo insano del alma que impone sus veleidades como ley suprema, atropellando la justa demanda de motivos racionales. Esa patolog�a se vuelve a�n m�s alarmante cuando se advierte en personas nominalmente dedicadas a actividades que pertenecen al �mbito del conocimiento y no al de la gastronom�a, del erotismo o de las diversiones p�blicas.

 

Por otro lado, la condena que dichas personas profieren no va dirigida contra una doctrina u opini�n, sino contra hechos bien documentados, creyendo que pueden suprimirlos del mundo mediante la simple manifestaci�n del desagrado imperial, lac�nico y sin explicaciones. Aqu� la autoconfianza fatua de la autoridad gobernante ya no pretende s�lo doblegar la voluntad de los s�bditos, sino revocar por decreto la estructura de la realidad, haciendo que, por orden del soberano, lo sucedido no haya sucedido y el ser vuelva al no-ser. La arrogancia imperial se transforma en fuerza demi�rgica, en poder divino.

 

Hay ah� sin duda un componente de locura, pero no se trata de una simple locura. La enfermedad espiritual de los intelectuales iluminados s�lo puede ser comprendida mediante el cuidadoso estudio de su estilo verbal. Felizmente, �se es un campo ya desbrozado por investigadores capacitados como Henri de Lubac, Joseph Gabel, Norman Cohn y Eric Voegelin. Ese estilo se caracteriza por el uso abundante de expresiones en las que varios significados mutuamente contradictorios se comprimen en un amasijo indiscernible, in�til para la descripci�n de realidades objetivas pero excepcionalmente apto para la introducci�n camuflada de sentimientos turbios que, declarados con todos los pormenores, ser�an indecentes, pero que embarullados de ese modo adquieren la enga�osa apariencia de algo noble.

 

La expresi�n �no merece respuesta� es una de las m�s t�picas. Es un aut�ntico mensaje cifrado y, para comprenderlo es necesario descomponer anal�ticamente sus varios estratos de significado en cada ejemplo concreto. En el caso presente significa:

 

(a) No hay respuesta, maldita sea. Es la pura  verdad.

(b) No podemos dejar la cosa sin respuesta.

(c) Por tanto, responderemos que no vamos a responder nada, de modo que la falta de respuesta funcione como prueba de nuestra superioridad ol�mpica que no se rebaja a responder a cualquiera.

 

Los tres significados aparecen, mezclados y fundidos, en la expresi�n �No merece respuesta�. Por medio de ella, el sentimiento vil de humillaci�n y derrota ante hechos irrefutables se transforma en una jactancia triunfalista que, separada totalmente de la situaci�n real, no podr�a dejar de denunciar involuntariamente su propia farsa, ensoberbeci�ndose como una grotesca imitaci�n de la autoridad divina. Nada de eso ser�a posible si los firmantes del documento, conscientes de que est�n luchando contra la verdad, no ahogasen la voz de su propia conciencia, entonteci�ndose a prop�sito para no tener que dar su brazo a torcer.

 

Todo aquel que acepte participar en una comedia psicol�gica de ese tipo, aunque lo haga una sola vez en su vida, est� ya autom�ticamente descalificado para cualquier actividad intelectual seria. Pero ese grupo es signatario contumaz de manifiestos imperiales �de repudio� sin explicaciones, entre los cuales el que public� hace tiempo contra el poeta Bruno Tolentino cuando �ste acus� a Haroldo de Campos de cometer errores en una traducci�n de Dylan Thomas. La reincidencia obsesiva en la ostentaci�n de ineptitud pone de manifiesto la gravedad de un s�ntoma ejemplar de la desolaci�n intelectual brasile�a.