Olavo de Carvalho
O Globo, 11 de octubre de 2003
En este pa�s, digas lo que digas, por m�s que sea verdadero y est� fundamentado en el estudio de la realidad, ser� siempre escuchado como expresi�n de una preferencia emocional racionalizada ex post facto. Las categor�as �verdad� y �falsedad� han sido suprimidas, excepto como maneras camufladas de decir �Me gusta� y �No me gusta�.
La propaganda electoral, en la que lo �nico que importa es la ostentaci�n de una buena figura y la apelaci�n al sentimiento de la solidaridad grupal, se ha convertido en el modelo y en el criterio de los debates p�blicos. Todo lo que est� por encima de eso queda fuera del �mbito de comprensi�n de los oyentes o es achatado para que quepa dentro de lo que �stos entienden, es decir, en el �pro� y en el �contra� sumarios e instintivos, seguidos de la correspondiente adjetivaci�n laudatoria o infamante.
El estudio estil�stico del lenguaje corriente de los medios de comunicaci�n, del parlamento y de las universidades confirma el fen�meno que estoy se�alando, cuya gravedad puede ser medida por un dato hist�rico: semejantes embrutecimientos de la inteligencia s�lo se observaron en v�speras de grandes matanzas, como el terror revolucionario en Francia y el auge del nazismo en Alemania.
El fen�meno manifiesta la �politizaci�n� de la vida mental, en el sentido que Carl Schmitt, precursor del nazismo, daba al t�rmino �pol�tica�: el �mbito de las contiendas humanas en el que no es posible ning�n arbitraje racional, siendo suficiente �nicamente sumar de un lado los amigos y de otro los enemigos para ver qui�n gana.
Lo que tal vez distinga el caso brasile�o es que, entre nosotros, la politizaci�n schmittiana es unilateral: s�lo una facci�n tiene derecho al lenguaje feroz de las opciones irracionales. Las otras tienen que diluir sus preferencias en una mezcla de atenuaciones, rodeos y eufemismos para no desagradar al Pr�ncipe. En la mejor de las hip�tesis, hablan con dureza contra algunos detalles, salvaguardando el conjunto, que sale legitimado y fortalecido.
Para m�s inri, esos detalles van asociados casi siempre a intereses espec�ficos de ciertos grupos, que los defienden con bravura en la misma medida en que, por miedo a asumir una identidad ideol�gica, se abstienen de combatir las concepciones generales, la filosof�a pol�tica dominante. Resultado: la izquierda sale ennoblecida como portadora de un mensaje pol�tico respetable, mientras que sus adversarios aparecen como defensores mezquinos de sus propios intereses, vac�os de todo significado moral, cultural o social. �Con una oposici�n as�, qui�n necesita adeptos?
Un caso t�pico es el de los liberales y conservadores que, desistiendo de luchar en nombre de sus ideas, intentan convencer de ellas al gobierno, seducirlo con la promesa de una f�rmula m�gica para eternizarse en el poder: que abrace la causa capitalista, le aconsejan, y que complete la apertura del mercado s�lo iniciada por Collor y Fernando Henrique Cardoso, obteniendo por ese medio (el �nico posible, es verdad) un �xito econ�mico clamoroso.
La premisa del argumento es que el partido gobernante est� libre para dejarse guiar por la pura racionalidad econ�mica, despreciando diez a�os de promesas solemnes, firmadas en el Foro de S�o Paulo, de ayudar a implantar el comunismo en el continente. Los liberales acusan al marxismo de economicismo, pero en el fundo los economicistas son ellos. En su imaginaci�n, Lenin y Mao razonaban como capitalistas, regulando sus decisiones por la Bolsa de Valores en vez de orientarse por la estrategia revolucionaria.
Para cualquier marxista alfabetizado, la econom�a burguesa es una fantas�a elegante que puede ser destruida en cualquier momento por la realidad brutal del robo, de los secuestros, de las invasiones, del narcotr�fico, de la violencia organizada. El marxismo es economicista de puertas afuera. En el momento de la decisi�n, es un materialismo militar, no econ�mico. Los liberales, a los que les encanta la econom�a y que odian las crueldades, sue�an con un mundo en el que todo ser� decidido pac�ficamente mediante el c�lculo econ�mico, y con frecuencia se imaginan que ya est�n en �l. La izquierda, que no entiende nada de econom�a pero que lo sabe todo de la estrategia revolucionaria, deja que permanezcan en esa ilusi�n para que no piensen en montar una estrategia contrarrevolucionaria. Y, en efecto, ellos no lo piensan.
La insinuaci�n de un �PT capitalista� s�lo ser�a buena si pudiese ser aceptada por Fidel Castro, Hugo Ch�vez y las Farc. En la pr�ctica, es como la esperanza ingenua de poder convencer al lobo de que siga una dieta vegetariana, m�s o menos como en la monarqu�a absolutista los intelectuales subversivos s�lo pod�an divulgar sus ideas recubri�ndolas de loas al poder establecido, glorificando lo que abominaban. Total y abiertamente en contra, no puede serlo nadie. La oposici�n s�lo es permitida cuando salva las apariencias, simulando adhesi�n o limitando el alcance de su discurso. El poder gui�a un ojo y hace como si aceptase el homenaje, anotando el nombre del hip�crita para destruirlo en la primera oportunidad (acu�rdense de Antonio Carlos Magalh�es).
En ese sentido son significativas las opiniones de los �conservadores� que van alternando las cr�ticas moderadas al MST [Movimiento de los Sin-Tierra] con los ataques feroces a George W. Bush, un tortuoso e in�til esfuerzo de sorber y soplar al mismo tiempo que ni por �sas aten�a el odio que la izquierda les tiene.
A eso se reduce, hoy, la oposici�n liberal o conservadora. La situaci�n creada en las �ltimas elecciones presidenciales, con cuatro candidatos de izquierda monopolizando el escenario, fue largamente preparada y ha llegado para quedarse. Ya no hay sitio para nadie m�s. Lo �nico que les queda a los insatisfechos es d�rselas de inofensivos, haciendo de tripas coraz�n, disimulando su condici�n de excluidos, fingiendo ser amigos del jefe y lisonje�ndolo con sugerencias edificantes. �Qui�n est� tan loco como para decir las cosas tal como son y aguantar el aluvi�n de las difamaciones, boicots, intrigas, discriminaciones y amenazas de muerte? No hay otra manera de defender la libertad, pero nadie la quiere.
El lado m�s kafkiano de la historia es que, en ese ambiente de abstenci�n general, el peso del combate abierto recae por entero sobre los hombros de unos pocos intelectuales independientes que, no siendo pol�ticos ni militantes de nada, acaban pasando por ser portavoces de una �derecha� que, en el fondo, no merece m�s que su desprecio.