Olavo de Carvalho
O Globo, 4 de octubre de 2003
En una discusi�n, la superioridad intelectual no siempre es ventajosa. Cuando es excesiva, se convierte en un inconveniente, por el simple motivo de que nada puede conseguir que un contendiente se rinda a un argumento que est� por encima de su comprensi�n. Cuanto m�s abrumado por monta�as de hechos y de pruebas, m�s inmune y victorioso se sentir�, saliendo del debate convencido de que ha sido v�ctima de una injusticia. Si hay una fuerza invencible en este mundo, es la estupidez. Por eso los demagogos y los agentes electorales que hacen las veces de profesores no procuran desarrollar la inteligencia de sus alumnos, que corre el peligro de hacerles sensibles a las objeciones, sino la estupidez, que hace de ellos criaturas invulnerables y cori�ceas como rinocerontes.
En un reciente debate sobre las cuotas raciales, hice lo que pude por explicar a mis interlocutores la diferencia -- que mencion� en un art�culo anterior en esta columna -- entre el compactado emocional pre-anal�tico de la doxa y el discurso anal�tico del conocimiento, mostrando a continuaci�n que la argumentaci�n de la �affirmative action� entraba en el primer caso y no pod�a ser tomada en serio como descripci�n de la realidad. Casi no hab�a terminado de hablar, y un militante se levant� indignado:
-- �Quiere decir que Ud. niega la existencia del apartheid?
Yo no habr�a podido solicitar un ejemplo m�s did�ctico. En el uso vulgar del t�rmino apartheid se contienen un mont�n de significados heterog�neos: un r�gimen jur�dico de separaci�n formal entre las razas acompa�ado de una persecuci�n genocida, la misma separaci�n sin violencia genocida, la segregaci�n informal pac�fica o violenta sin soporte jur�dico, el odio racial expl�cito sin segregaci�n formal o informal y acompa�ado o no de conductas agresivas, el odio incubado e impl�cito, el desprecio cultural indefinido sin manifestaci�n en actos e incluso el famoso �racismo sutil�, cuya presencia o ausencia depende de la subjetividad del observador que atribuye intenciones incluso cuando son negadas con vehemencia por el propio agente. Todo eso, en el vocabulario de los cuotistas raciales, es apartheid.
Responder �s� o �no� a la existencia de todo eso en bloque es una imposibilidad. �Por qu�, entonces, formular la pregunta con un t�rmino tan el�stico y enga�oso? Muy sencillo: para dar apariencia de delito a cualquier respuesta que no sea la deseada por el demandante. Es obligatorio, ah�, no s�lo admitir como hecho inconcuso y cierto la omnipresencia del alegado �racismo sutil�, sino ver en �l un crimen tan grave como la segregaci�n expl�cita y el genocidio. Cualquier hip�tesis que quede por debajo de eso, que no acepte equiparar al Brasil con la Alemania nazi, se convierte ella misma en un crimen de racismo. Para eso sirve la confusi�n de significados: para cambiar a placer el sentido de las objeciones y recubrirlas con un aire criminal incluso cuando son conclusiones l�gicas elementales o la manifestaci�n de hechos notorios. Se trata de atemorizar para cohibir, de vetar la posibilidad de la discusi�n racional mediante la intimidaci�n psicol�gica.
Eso empieza como un ardid premeditado, un truco de er�stica ideado por los t�cnicos en manipulaci�n de las conciencias. Pero, al propagarse, pierde toda intencionalidad consciente y se transforma en un automatismo interiorizado, en un tic mental. Las personas ya no lo usan para confundir a los dem�s, sino para expresar, con una ingenuidad conmovedora, su prohibici�n interna de comprender lo que ellas mismas dicen, su temor e incapacidad de abandonar, ni siquiera por un momento, el c�rculo de los t�picos sagrados y de contemplar la realidad desde otros aspectos, incluso cuando la omisi�n de �stos vac�a de significado su propio discurso por falta de puntos de comparaci�n. En resumidas cuentas, ya no verbalizan m�s que un sistema de tab�es destinado a impedir el acceso al significado de cualquier objeci�n posible, convirtiendo en repulsiva y criminal la simple tentaci�n de examinarla. El sistema, magnetizado por la ilusi�n de santidad e interiorizado hasta el punto de transformarse en un substituto del sentido de identidad para su portador, reacciona con violencia a la destrucci�n de cualquiera de sus partes y se recompone como un rabo de lagartija.
Es evidente que las mentalidades formadas as� est�n intelectualmente da�adas, y que por eso mismo son inmunes a la persuasi�n racional: querer hacerles percibir sea lo que sea es como exigir que un paral�tico eche a andar. Para volver al ejercicio de la inteligencia normal, necesitan un milagro.
La propagaci�n democr�tica de esa lesi�n mental es la finalidad esencial de la educaci�n en este pa�s.
Algunos observadores distra�dos se imaginan que, para producir un mal tan profundo, son necesarias toneladas de adoctrinamiento y de propaganda. Nada de eso. Basta usar la t�cnica del �acto comprometedor�, descubierta por J. L. Freedman y S. C. Fraser en 1966 e incorporada hoy en d�a a la pedagog�a oficial. Si un grupo de personas es inducido a imitar, aunque s�lo sea a t�tulo de mera experiencia, una determinada conducta que no comprenden bien o que es contraria a sus convicciones, en el 76 por ciento de los casos dichas personas cambiar�n sus convicciones para adaptarlas retroactivamente a la conducta imitada. Es suficiente, por tanto, que un profesor env�e a sus alumnos una vez, una �nica vez, a una manifestaci�n a favor de una �causa� que no est�n en condiciones de juzgar por s� mismos, y el 76 por ciento de ellos se adherir� autom�ticamente a esa causa, sea la que sea. Pues bien, enviar a los alumnos a manifestaciones pol�ticas, reforzando el est�mulo mediante recompensas y castigos a veces nada sutiles, se ha convertido entre los profesores brasile�os de la ense�anza media casi en una obligaci�n, tambi�n porque sus convicciones fueron formadas m�s o menos del mismo modo y no ven nada de malo en lo que hacen. Consolidada la estupidez mediante algunas repeticiones, a la ense�anza universitaria s�lo le queda la tarea de embellecerla con unos toques de vocabulario pedante.
Plat�n opinaba que, despu�s del homicidio, el segundo delito m�s grave era el de destruir el alma de los j�venes y de los ni�os. Y Jesucristo dec�a que lo mejor que se pod�a hacer con los culpables de ese crimen era atarles una piedra al cuello y echarlos al fondo del mar. Pero no creo que en la bah�a de Guanabara haya sitio suficiente para todos ellos.