Olavo de Carvalho
O Globo, 13 de septiembre de 2003
Lo que escrib� aqu� sobre la Escuela de Frankfurt no fueron observaciones improvisadas, sino una selecci�n extra�da de unas notas que desde hace tiempo he ido recogiendo sobre el problema de las relaciones entre "obra" y "vida" en filosof�a. Uso comillas para indicar que ambos conceptos son m�s confusos de lo que indica a primera vista la banalidad de los t�rminos.
Cuando se habla de la "obra" de un poeta, de un novelista, lo que se entiende por eso no es todo lo que escribi�, sino s�lo la parte formalmente literaria, publicada o publicable. El resto -- borradores, cartas, explicaciones orales - es un material biogr�fico que no afecta a la valoraci�n de la "obra", aunque puede contribuir indirectamente a su comprensi�n. Incluso a veces s�lo una peque�a porci�n de la parte publicada interesa est�ticamente. Eso es as� porque el arte es inherentemente b�squeda de la forma -- forma identificable, material, estable. Los "sentidos" que las generaciones de lectores creer�n encontrar ah� pueden variar, pero, por eso mismo, suponen la permanencia de la forma (nada lo demuestra mejor que la obsesi�n de documentar -- fijar -- las manifestaciones art�sticas, presuntamente revolucionarias, que presumen de ser fluidas y transitorias por principio).
La filosof�a, al contrario, -- toda filosof�a -- est� constituida esencialmente por su "sentido", algo que el fil�sofo intenta transmitir por todos los medios a su alcance, incluso literarios, sin que el valor de ese sentido quede condicionado por el mayor o menor �xito de su exteriorizaci�n verbal. Todo lo que nos ha quedado de Arist�teles son borradores, fragmentos, apuntes de clase. Sus "libros" no son libros: son arreglos p�stumos. La parte publicada, que Cicer�n alababa como "un r�o de oro" de la elocuencia, se perdi� irremediablemente. Si eso le pasase a un poeta, a un novelista, tendr�amos ah�, en la mejor de las hip�tesis, un caso de gran escritor fracasado: la intenci�n subjetiva que no se traduce en forma, o que la pierde, es la definici�n misma del fracaso art�stico. �Qu� ser�a Shakespeare sin sus obras de teatro, sus sonetos, reducido a sue�os y bosquejos de intenciones? Pero la filosof�a de Arist�teles subsiste �ntegramente en los escombros de su expresi�n escrita. Y la ense�anza oral de Plat�n, reconstituida a partir de mil y un indicios, es hoy considerada como m�s importante que toda su obra publicada, de la que constituye la clave de b�veda.
�Comprenden la diferencia?
Es que la filosof�a, b�squeda de sentido, es una permanente reinterpretaci�n y rectificaci�n de s� misma, y raramente admite quedar encerrada en una expresi�n acabada e irreformable. De ah� que un borrador, un fragmento de carta, una frase suelta pueden a veces iluminar de tal modo el conjunto, que acaban asumiendo un lugar muy elevado en la jerarqu�a de los pensamientos del fil�sofo.
Las mejores ideas de un fil�sofo no coinciden necesariamente con sus escritos m�s pulidos y acabados. Eso cuando la casi totalidad de su obra, como en el caso de Leibniz o de Husserl, no est� constituida m�s por anotaciones que por obras listas para ser publicadas. No por casualidad, el padre de los fil�sofos, S�crates, no dej� ninguna obra escrita. Es el pensador oral por excelencia.
Por eso las relaciones entre "obra" y "vida" no pueden ser las mismas en literatura que en filosof�a. La idolatr�a del "texto", con la que la USP [Universidad de S�o Paulo] ha viciado a generaciones enteras de estudiantes, s�lo ha servido para borrar la distinci�n entre filosof�a y filolog�a. No es que el an�lisis del texto carezca de importancia. Pero �l solo no basta: a veces, lo mejor de una filosof�a est� en lo que el fil�sofo �nicamente pens�, sin llegar a escribirlo -- observaci�n que, aplicada a la literatura, seria puro nonsense.
Est� claro que no todo, en la vida de un fil�sofo, es igualmente significativo para la compresi�n de su filosof�a. Hay en ella, como en cualquier vida, una extensa franja que est� constituida solamente por el caos de la experiencia bruta, fragmentaria, semiconsciente e incluso impersonal, de la que el fil�sofo se esfuerza por aprehender su nexo interno que, una vez hecho consciente, se integrar� en su pensamiento filos�fico, tanto si llega a ser escrito, como si se queda en mera intenci�n. Este paso de la experiencia a la conciencia expl�cita es lo que marca la diferencia entre la pura materia existencial de una filosof�a y su forma intelectual personalizada, no siendo el fil�sofo responsable de la primera, pero s� ciertamente de la segunda.
Por otro lado, hay acciones, opciones y decisiones maduramente pensadas que, sin titubeo, tienen que ser comprendidas como interpretaciones, aplicaciones o ampliaciones que el fil�sofo dio a sus propios principios orientadores.
En �ste y no en aquel aspecto de la relaci�n obra-vida deben ser buscadas, cuando existen, las se�ales del "paralaje cognitivo" al que me he referido en art�culos anteriores. Seria pueril exigir a un fil�sofo esa "coherencia entre palabras y actos", literal, material y estereotipada, que los moralistas exigen a los hombres p�blicos. Lo que s� se puede y se debe exigir es que esa parte de la vida que de manera clara y consciente se integra en el universo pensado de un pensador no sea, por su contenido significativo, un desmentido formal de los principios de su filosof�a. E incluso en este caso ser�a adem�s necesario distinguir entre un lapso moment�neo, una incongruencia estructural, un auto-enga�o o un enga�o premeditado. El caso de Maquiavelo es claro: la publicaci�n de un plan de conspiraci�n afirma impl�citamente que esa conspiraci�n no ser� realizada, al menos como est� en el libro. Pero Maquiavelo era demasiado listo como para no darse cuenta de eso. "El Pr�ncipe", por tanto, no es una descripci�n cient�fica de la sociedad pol�tica: es un "mito". Los int�rpretes, hoy, son casi un�nimes respecto a ese punto.
En cambio, la opci�n de Horkheimer y de Adorno por un "alto nivel de vida" en medio de la miseria general cuya culpa ellos achacaban, precisamente, a las clases de alto nivel de vida, no puede ser considerada ni como una incoherencia moral, ni como un signo de ceguera involuntaria, sino como la expresi�n consciente de un cinismo gn�stico que odiaba el mal sin amar el bien. Como todo gnosticismo, la filosof�a de los frankfurtianos es odio, no al mal, sino al Ser.
Mutatis mutandis, el soberbio desprecio de Karl Marx al hijo bastardo que tuvo con la criada tampoco es una "incoherencia". Es la prueba de algo que el propio Marx reconoc�a, pero que hoy sus admiradores se niegan a percibir: que su adhesi�n a la causa de los pobres no ten�a el m�nimo sentido �tico -- no era m�s que la consecuencia l�gica, fr�a y amoral, de una determinada interpretaci�n de la Historia.