Olavo de Carvalho
Folha de S. Paulo, 26 de agosto de 2003
La envidia es el sentimiento humano que m�s se disimula, no s�lo por ser el m�s despreciable sino porque se compone, en esencia, de un conflicto insoluble entre la aversi�n a s� mismo y el ansia de autoestima, de tal modo que el alma, dividida, habla hacia fuera con la voz del orgullo y hacia dentro con la del desprecio, sin lograr jam�s esa unidad de intenci�n y de tono que pone de manifiesto la sinceridad.
Que yo sepa, el �nico envidioso confeso de la literatura universal es El sobrino de Rameau, de Diderot, personaje demasiado caricaturesco como para ser real. Incluso El hombre del subterr�neo de Dostoi�vski se expresa en el papel s�lo porque cree que no va a ser le�do. La gente confiesa odio, humillaci�n, miedo, celos, tristeza, codicia. Envidia, nunca. La envidia admitida se destruir�a en el acto, transform�ndose en rivalidad franca o en abandono resignado. La envidia es el �nico sentimiento que se alimenta de su propia ocultaci�n.
El hombre se vuelve envidioso cuando renuncia �ntimamente a los bienes que ambicionaba, por creer, en secreto, que no los merece. Lo que le duele no es la falta de los bienes, sino del m�rito. De ah� su compulsi�n a depreciar esos bienes, a destruirlos o a substituirlos por simulacros miserables, aparentando considerarlos m�s valiosos que los originales. La envidia se manifiesta de la manera m�s clara precisamente en las simulaciones.
Las formas de disimulo son muchas, pero la envidia esencial, primordial, tiene por objeto los bienes espirituales, porque son m�s abstractos e impalpables, m�s aptos para despertar en el envidioso ese sentimiento de exclusi�n irremediable que hace de �l, en vida, un condenado del infierno. La riqueza material y el poder mundano nunca son tan distantes, tan incomprensibles, como la amistad de Abel con Dios, que lleva a Ca�n a la desesperaci�n, o el misterioso don del genio creador, que humilla a las inteligencias mediocres incluso cuando gozan de �xito social y econ�mico. Por debajo de la envidia vulgar est� siempre la envidia espiritual.
Pero la envidia espiritual cambia de motivo seg�n los tiempos. La �poca moderna, explica Lionel Trilling en Beyond Culture (1964), "es la primera en la que muchos hombres aspiran a altas realizaciones en las artes y, en su frustraci�n, forman una clase despose�da, un proletariado del esp�ritu."
A nuevos motivos, nuevas disimulaciones. El "proletariado del esp�ritu" es, como observaba ya Otto Maria Carpeaux (A Cinza do Purgat�rio, 1943), la clase revolucionaria por excelencia. Desde la Revoluci�n Francesa, los movimientos ideol�gicos de masas siempre han reclutado a la mayor�a de sus l�deres de entre la multitud de los semi-intelectuales resentidos. Alejados del trabajo manual por la instrucci�n que hab�an recibido, apeados de la realizaci�n en las letras y en las artes por su mediocridad end�mica, �qu� les quedaba? La rebeli�n. Pero una rebeli�n en nombre de la ineptitud se auto-desacreditar�a en el acto. El �nico que la confes�, con candidez suicida, fue precisamente el "sobrino de Rameau". Como si hubiesen sido advertidos por esa cruel caricatura, los dem�s observaron que era necesario el disfraz de una excusa noble. Para eso han servido los pobres y los oprimidos. La facilidad con la que todo revolucionario derrama l�grimas de piedad por ellos mientras lucha contra el establishment y pasa a oprimirles nada m�s hacerse con el poder, s�lo se explica por el hecho de que no era su sufrimiento material lo que le conmov�a, sino s�lo su propio sufrimiento ps�quico. El derecho de los pobres es la poci�n alucin�gena con la que el intelectual activista se embriaga de ilusiones respecto a los motivos de su conducta. Y es precisamente el drama interior de la envidia espiritual el que da a su discurso esa hipn�tica intensidad emocional que W. B. Yeats se�alaba en los ap�stoles de lo peor (cfr. "The Second Coming" y "The Leaders of the Crowd" en Michael Robartes and The Dancer, 1921). Ning�n sentimiento aut�ntico se expresa con un furor comparable al de la escenificaci�n hist�rica.
Por iron�a, lo que dio origen al grand guignol de las revoluciones modernas no fue la exclusi�n, sino la inclusi�n: justo cuando las puertas de las actividades culturales superiores se abrieron a las masas de las clases media y pobre, fatalmente, el n�mero de frustrados de las letras se multiplic� por millones.
La "rebeli�n de las masas" a la que se refer�a Jos� Ortega y Gasset (La rebeli�n de las masas, 1928) consist�a precisamente en eso: no en el acceso de los pobres a la cultura superior, sino en la concomitante imposibilidad de democratizar el genio. La envidia resultante engendraba odio a los bienes reci�n conquistados, que parec�an tanto m�s inaccesibles a las almas cuanto m�s democratizados en el mundo: de ah� el clamor general en contra de la "cultura de elite", precisamente en el momento en el que �sta ya no era privilegio de la elite.
Ortega, de manera tan injusta como comprensible, fue por eso acusado de elitista. Pero Eric Hoffer, obrero elevado por m�ritos propios al nivel de gran intelectual, tambi�n escribi� p�ginas profundas sobre la psicolog�a de los activistas, "pseudo-intelectuales charlatanes y llenos de engreimiento... Como viven vidas est�riles e in�tiles, no poseen auto-confianza ni auto-respeto, y anhelan la ilusi�n de autoridad y de importancia." (The Ordeal of Change, 1952).
Por eso, lectores, no se extra�en cuando vean, en el liderazgo de los "movimientos sociales", a ciudadanos de clase media y alta titulados por las universidades m�s caras, como es el caso, por cierto, del propio Sr. Jo�o Pedro Stedile, economista de la PUC-RS. Si esos movimientos fuesen aut�nticamente de pobres, se contentar�an con la consecuci�n de sus reivindicaciones nominales: un pedazo de tierra, una casa, herramientas de trabajo. Pero el vac�o en el coraz�n del intelectual activista, el agujero negro de la envidia espiritual, es tan profundo como el abismo del infierno. Ni el mundo entero puede colmarlo. Por eso la demanda razonable de los bienes m�s sencillos de la vida, esperanza inicial de la masa de los liderados, acaba siempre ampli�ndose, por iniciativa de los l�deres, a la exigencia loca de una transformaci�n total de la realidad, de un cambio revolucionario del mundo. Y, en el caos de la revoluci�n, las esperanzas de los pobres acaban siempre sacrificadas a la gloria de los intelectuales activistas.