Olavo de Carvalho
Inconfid�ncia, 25 de agosto de 2003
Uno de los rasgos m�s destacados y escandalosos de la vida brasile�a hoy en d�a es la diferencia de estatuto social entre dos grupos de "v�ctimas": las "v�ctimas de la dictadura" y las "v�ctimas del terrorismo". En ambos casos, la expresi�n incluye no s�lo a personas que sufrieron da�os directos por parte de sus respectivos verdugos, sino tambi�n a sus familiares y descendientes, herederos de las l�grimas, de los dolores y del perjuicio. Pero toda semejanza termina ah�. En el resto el contraste es brutal. Mientras los miembros del primero grupo se regocijan y regodean en un festival de sabrosas indemnizaciones estatales y de desagravios sin fin en los peri�dicos y en la TV, sin contentarse con ello sino m�s bien enfad�ndose y lloriqueando cada vez m�s a medida que sus egos heridos reciben nuevas y nuevas satisfacciones, los del segundo se hunden cada vez m�s en un silencio contrito y atemorizado, como si en vez de v�ctimas fuesen criminales. Nadie les indemniza, nadie les consuela, nadie ni siquiera se acuerda de ellos. Y hay ciertamente una buena raz�n para eso: son la prueba viviente de que los del otro grupo no son inocentes perseguidos, sino c�mplices de cr�menes hediondos, cuya r�plica recibieron y nunca se conformaron con recibirla, crey�ndose hasta hoy merecedores de premio y no de castigo por los secuestros, homicidios y atentados que realizaron.
De hecho, el r�gimen de 1964 no cometi� violencia f�sica contra nadie, limit�ndose a despedir a algunos funcionarios y a destituir a los pol�ticos acusados de corrupci�n o de complicidad en la agresi�n armada que la dictadura cubana, desde 1962, ven�a fomentando y subvencionando en Brasil.
La violencia empez� en el otro lado. Cuando el gobierno comenz� a reaccionar en 1968, organizando la m�quina represiva que terminar�a estrangulando a la guerrilla rural y urbana, sus enemigos ya hab�an realizado 84 atentados con explosivos y no pod�an confiar que tanta gentileza continuase indefinidamente sin una respuesta a la altura.
En el balance final, hubo m�s o menos 300 muertos entre los izquierdistas, 200 entre los agentes del gobierno, sin que ninguno de los lados pudiese razonablemente alegar que s�lo recibi� golpes y que no dio ninguno. Y siempre les quedar� a los partidarios del r�gimen militar la disculpa ver�dica de que su violencia fue completamente reactiva, y muy moderada, por cierto, si se compara el gran desequilibrio de fuerzas con la peque�a diferencia del n�mero de v�ctimas. Los hombres del gobierno podr�an haber matado a toda la izquierda: se limitaron a matar lo suficiente para no morir.
Es absolutamente inaceptable el argumento que pretende falsear ese equilibrio alegando que hab�a una diferencia de valor moral entre los motivos de uno y otro lado, que los unos defend�an una dictadura y los otros luchaban por la democracia. Pues estos �ltimos ten�an su central de mando y su base de operaciones en Cuba, una tiran�a sangrienta que, para entonces, ya hab�a matado a 14 mil civiles desarmados. No hay sinceridad ni moral en individuos que, so pretexto de luchar contra una dictadura, se al�an a otra mil veces m�s represiva e incluso genocida.
En la mejor y m�s benigna de las hip�tesis, es decir, desconsiderando las razones subjetivas de una y parte, muertos son muertos y merecer�an un trato igualmente respetuoso, v�ctimas son v�ctimas y merecer�an iguales desagravios, da�os son da�os y merecer�an iguales reparaciones.
El exilio, el ostracismo deprimente en el que los medios de comunicaci�n y el gobierno han colocado a las v�ctimas del terrorismo es la prueba de la total falta de sinceridad, de la monstruosa deshonestidad de nuestras elites parlantes y dominantes. En este mismo momento, hay centenares de familias que, atemorizadas por el ataque publicitario a la imagen de sus muertos, lloran en secreto, con miedo a revelar una historia que, en circunstancias normales, ser�a para ellas motivo de orgullo.
Mientras el gobierno no saque a esa gente del dep�sito de basura en el que la encerr�, mientras la izquierda nacional no admita sus cr�menes en vez de achacar a sus adversarios el monopolio del mal, todo en este pa�s ser� fingimiento, mentira, hipocres�a y pecado.
Los hombres de uniforme, de entre los cuales el terrorismo escogi� la mayor parte de sus v�ctimas, son los primeros que tienen el deber de no conformarse jam�s con la segunda muerte que el establishment brasile�o ha impuesto a unas personas cuyo �nico crimen fue el cumplimiento del deber.
Y no hay manera m�s noble de conmemorar la fecha de Caxias que pregunt�ndose cada uno a s� mismo, en el fondo de su conciencia: �qu� har�a ante una situaci�n como �sa el patrono de nuestro Ej�rcito? �Ayudar�a a ocultar, con sonrisas lisonjeras, un pasado que no puede acabar de pasar nunca? �O levantar�a su voz, d�a tras d�a, en la m�s justa de las protestas, hasta que el �ltimo descendiente de la �ltima v�ctima recibiese un tratamiento digno?