Olavo de Carvalho
O Globo, 16 de agosto de 2003
Entre los intelectuales de formaci�n marxista, es end�mica la dificultad de raciocinar a partir de los hechos, de la experiencia directa, sin recurrir a todo un ej�rcito de premisas dogm�ticas, de presupuestos inconfesados, cuya capacidad de legitimar conclusiones depende por completo de la complicidad de un p�blico ling��sticamente intoxicado. La fe com�n, la red de creencias semiconscientes cristalizada en un extenso elenco de tics verbales colectivos, tiene el don de inspirar credibilidad a afirmaciones que, examinadas con un poco, s�lo con un poco de sentido cr�tico, aparecen como absolutamente insostenibles.
La expresi�n �capitalismo tard�o�, por ejemplo, es usada a diestro y siniestro para dar a entender algo que se admite como ampliamente conocido y demostrado. Acabo de leerla nuevamente, por en�sima vez, en la entrevista de Roberto Schwarz a la revista �Cult�, donde la repite con el mismo candor ingenuo de generaciones y generaciones de marxistas. La referencia cronol�gica del adjetivo es claramente absurda. Da a entender que el capitalismo tiene un plazo fijo de existencia hist�rica, ya caducado, de tal modo que toda la existencia posterior de dicho sistema no es m�s que un accidente dilatorio que, en el fondo, no altera en nada el cronograma infalible de la profec�a socialista. Casi en la mitad del planeta, lo que se ha acabado es el socialismo, mientras que el capitalismo sigue expandi�ndose, indiferente a esas profec�as. Pero basta pronunciar la jaculatoria �capitalismo tard�o�, y en un instante las dosis respectivas de realidad y de fantas�a se invierten: los hechos se vuelven evanescentes, la hip�tesis mesi�nica adquiere la presencia real, f�sica, de un hecho consumado. Es un ritual de magia te�rgica, la evocaci�n de un espejismo que, por el poder de la fe, se convierte en m�s real que el mundo presente. Credo quia absurdum est.
M�s que un acto de fe, es una perturbaci�n sic�tica de la percepci�n del tiempo. En la visi�n cristiana de la Historia, el tiempo y la eternidad se articulaban en una relaci�n tal que en ella la eternidad pod�a localizarse, sin contradicci�n, �por encima� de todos los tiempos, �en� cada uno de ellos y �despu�s� de su consumaci�n, seg�n fuese concebida en su triple naturaleza de supra-tiempo, de permanencia inmutable o de marco metaf�sico de los tiempos. En la historiolog�a marxista, esas caracter�sticas son proyectadas sobre una determinada fracci�n del tiempo, la �poca del socialismo, que, con la misi�n de personificar la meta a la que conducen las �pocas anteriores, se apropia, por impregnaci�n sem�ntica, de los dos otros atributos de la eternidad: se convierte en la clave de la cronolog�a y en el punto fijo por encima de todos los tiempos, en el supra-hecho permanente del que los hechos de la Historia no son m�s que meras apariencias o disfraces provisionales.
La psicosis marxista hace de un futuro hipot�tico la realidad suprema encargada no s�lo de medir el avance de los tiempos, sino de conferir o negar realidad a cada uno de ellos seg�n se aproxime o se aleje de la expectativa proyectada m�s all� de los mismos. El futuro deja de ser contingente y se vuelve necesario, mientras que el pasado deja de ser un hecho irreversible para convertirse en una hip�tesis contingente a la que el futuro tiene que legitimar o impugnar, no cuando y si ese futuro llegara a realizarse, sino desde ahora mismo. Aunque ning�n te�rico socialista pueda decirnos cu�ndo el dichoso socialismo llegar� a imperar en el mundo, la duraci�n mayor o menor del capitalismo es medida anticipadamente seg�n la escala del esperado advenimiento de su sucesor, el Godot de la cronolog�a hist�rica, transfigurado en personaje del �Exterminador del futuro�.
No uso el t�rmino �psicosis� porque s�. Compru�benlo en cualquier tratado de psicopatolog�a (por ejemplo, Gabriel Deshaies, Psychopathologie G�n�rale, Paris, P. U. F.), y ver�n que la estructura del tiempo en el marxismo es id�ntica a la de la temporalidad m�rbida en los delirios de un paranoico: lo que no ha sucedido, lo que simplemente se supone que va a suceder, se convierte en el criterio de la realidad de lo sucedido.
La credibilidad de las conclusiones sacadas de unas premisas elaboradas de ese modo no depende, claro est�, de ninguna persuasi�n racional, sino de su impregnaci�n en la expectativa mesi�nica sobrentendida, a la que la intensidad emocional del sentido de participaci�n en el empe�o de realizarla transformar� en el equivalente on�rico de una evidencia auto-demostradora.
En el lenguaje de los marxistas, son miles las expresiones de ese tipo, compactaciones de presupuestos insensatos que jam�s son analizados o concienciados y que funcionan como los virus del ordenador, corrompiendo y viciando a la inteligencia para que nunca atine con las verdades m�s obvias.
La mente formada en ese molde es capaz de realizar prodigios de auto-mistificaci�n que el ciudadano com�n ni se imagina, pero que acaban infect�ndole precisamente porque presta o�dos a los intelectuales marxistas como si �stos fuesen personas normales y sinceras, sin sospechar que est� en ese preciso instante siendo v�ctima de un ataque mortal a su cr�dulo e indefenso Hard Disck.
S�lo la deformidad cong�nita de la mente marxista puede explicar los abismos de bajeza en los que hasta los mejores pensadores de esa escuela se sumerg�an sin dar ni la menor se�al de remordimientos de conciencia. El propio Karl Marx, que escribi� p�ginas candentes contra los burgueses que abusaban de las proletarias, nunca permiti� que el hijo que tuvo con su criada se sentase a la mesa con la familia. Max Horkheimer, en el famoso instituto de Frankfurt, reduc�a a sus colaboradores a la miseria a fin de garantizar para s� mismo lucros dignos de un rey. Adorno, el sensibil�simo Adorno, hijo de un pr�spero comerciante de vinos, conspiraba para quitarle el empleo a Herbert Marcuse, que no ten�a d�nde caerse muerto. Esas conductas, entre los m�s c�lebres intelectuales marxistas, son la regla y no las excepciones. M�s que una vulgar hipocres�a, ponen de manifiesto una falta de conciencia, un hiato entre la inteligencia teorizadora y la vida real.
Si quieren conocer la explicaci�n del estado ca�tico y tempestuoso de la vida brasile�a hoy, basta tener en cuenta la influencia dominante y avasalladora que el marxismo, sin que se le haya opuesto ni una sola gota de ant�doto, ha venido ejerciendo en la formaci�n universitaria de nuestras elites intelectuales y pol�ticas desde la d�cada de los 80, por lo menos. Los marxistas son, por definici�n, personas desorientadas y confusas, ansiosas por arrastrar a los dem�s en la vor�gine de su confusi�n.