Entre los Cac�s y los Gushikens

Olavo de Carvalho

O Globo, 17 de mayo de 2003

 

 

El primer paso para alcanzar la madurez intelectual es acostumbrarse a buscar las realidades y los conceptos por detr�s de las palabras, en vez de dejarse impresionar por las asociaciones emotivas que el lenguaje corriente ha ido sedimentando en ellas.

 

Esas asociaciones, conservadas en el fondo de la memoria afectiva, pueden ser evocadas con un simple reflejo condicionado. De ah� deriva el poder hipn�tico de las palabras y de las frases hechas cuya menci�n despierta reacciones inmediatas de agrado o de desagrado, de aprobaci�n o de desaprobaci�n, con independencia de la referencia a hechos o a cosas identificables.

 

Los hechos y las cosas, por el contrario, no siempre pueden ser recordados con una mera estimulaci�n refleja, sino que requieren un previo esfuerzo, consciente y cr�tico, de reconstituci�n. Y los conceptos son construcciones ideales con un contenido fijo repetible, que permiten a la mente volver sobre los �mismos� puntos de la experiencia para compararlos, asociarlos, distinguirlos, insertarlos en estructuras l�gicas mayores.

 

Entre el hombre que piensa con un esfuerzo consciente y el que se deja arrastrar por el automatismo de la memoria afectiva, la diferencia es casi tan grande como la que hay entre un adulto y un beb�. El segundo, cuando opina, literalmente no sabe de qu� habla: s�lo expresa su estado de �nimo, pasando a leguas de distancia del objeto sobre el que cree estar tratando. Exceptuado un peque�o segmento de conversaci�n pragm�tica, la mayor parte de las personas piensa de ese modo. Sus opiniones expresan anhelos, devaneos, temores: casi nada de la realidad en la que viven.

 

El problema que de ah� deriva para las democracias es tremendo. Por un lado, las nociones de derecho, libertad, debate abierto, etc., presuponen en el ciudadano la fuerza de superar intelectualmente su c�rculo de impresiones subjetivas y de comunicaci�n pragm�tica. Por otro lado, la propaganda ideol�gica lo apuesta todo en las reacciones automatizadas, programables a trav�s de s�mbolos, t�picos y eslogans. El ciudadano es invitado a ejercer unas capacidades intelectuales superiores que, al mismo tiempo, son reprimidas y masacradas en pro de una l�gica �pedi�trica� en la que la etiqueta equivale a la substancia y la proximidad de dos palabras constituye la identidad de las cosas.

 

Para deshacer el hechizo de las palabras, es necesario descomponerlas, separando los diversos significados y las intenciones que sobrentienden, y luego montarlos de nuevo seg�n un conocimiento de experiencia traducido en conceptos claros.

 

Pero lo que la raz�n se esfuerza por distinguir y ordenar es precisamente lo que la propaganda intenta mezclar indisolublemente en una pegajosa pasta sem�ntica de enorme fuerza sugestiva y sin ning�n significado objetivo.

 

Deshacerse de esa pasta exige una concentraci�n de esp�ritu, una amplitud de informaci�n y un repertorio verbal que est�n infinitamente por encima de lo que se puede esperar, en el Brasil de hoy, no s�lo de la poblaci�n humilde sino tambi�n de gente universitaria.

 

De ah� que esas personas tomen como realidad cualquier asociaci�n de palabras que sea lo suficientemente habitual como para no suscitar extra�eza.

 

La expresi�n �sociedad injusta�, por ejemplo, es de uso tan frecuente que no parece contener ninguna intenci�n maligna, sino tan s�lo la descripci�n de un estado de cosas que todos admiten como real. Pero lo que la experiencia muestra es s�lo una sociedad pobre, mal organizada, en dificultades, sufridora. En esa sociedad hay seguramente injusticias, pero llamar �injusta� a la sociedad en cuanto tal presupone que haya un tribunal superior a ella, capaz de juzgarla como un todo. Y ning�n tribunal como �se puede existir, excepto en el D�a del Juicio, fuera del tiempo hist�rico. Los hombres de religi�n, cuando son muy santos, son a veces admitidos como portavoces virtuales de esa justicia supra-temporal, con la condici�n de que ejerzan ese papel con modestia y prudencia, limit�ndose a dar consejos sin querer imponer sus decisiones a la comunidad. Pero, desde el momento en que el s�mbolo �sociedad injusta� adquiere fueros de realidad en la imaginaci�n de las multitudes, cualquier partido o grupo que lance constantes acusaciones a la �sociedad� acaba siendo aceptado como portavoz de esa instancia judicial absoluta, superior a todas las jurisdicciones humanas. Si la sociedad es injusta, no puede hacer justicia. Luego el que prometa hacerla en su nombre se convierte en juez de la sociedad entera: se convierte en autoridad moral o religiosa, pero sin el freno de la abstinencia pol�tica que limitaba el radio de acci�n de los religiosos tradicionales. Tiene las llaves de los dos reinos: el poder terrestre y la autoridad celeste, el C�sar y el Papa fundidos en la omnipotencia de una elite militante. Antonio Gramsci recomendaba expl�citamente que la autoridad del Partido se elevase al status de �imperativo categ�rico�, de un �mandamiento divino� (sic) que moldease y dirigiese todas las discusiones desde las alturas invisibles hasta la masa de los ciudadanos, que ser�an entonces f�cilmente conducidos como bueyes de carro por la elite partidaria mientras creer�an disfrutar de plena libertad.

 

Solamente una fuerza podr�a oponerse a esa estrategia: la educaci�n, la preparaci�n de los ciudadanos para el uso maduro y reflexivo del lenguaje. Pero, si las instituciones educativas se han transformado en cajas de resonancia del discurso ideol�gico, est� todo perdido: el an�lisis de los s�mbolos es condenado como propaganda, mientras que la propaganda es aceptada como transposici�n literal de realidades innegables.

 

Cuando se llega a ese estado de cosas, el derrumbe total de la inteligencia es la consecuencia inexorable, reduciendo la cultura a propaganda. Entonces s�lo falta decidir si la propaganda seguir� al pie de la letra las normas de la burocracia o, m�s gramscianamente, si se dejar� adornar por las fantas�as vanidosas de artistas colaboracionistas � un debate que, por esas mismas razones, interesa s�lo a colaboracionistas y bur�cratas, o �Cac�s� y �Gushikens�.

 

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Hoy, a las 11, el f�sico exilado Juan L�pez Linares, cuyo hijo peque�o est� retenido en La Habana, encender� 75 velas frente al Consulado de Cuba en S�o Paulo para reivindicar la liberaci�n de los presos pol�ticos cubanos. Se espera que Fidel Castro no vea en eso el peligro inminente del estallido de una guerra mundial.

 

 

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Sugerencia de lectura: �A economia do mais� (Curitiba, Editora Tr�ade), del economista paranaense Jos� Monir Nasser. Estudios altamente aclaradores sobre experiencias de desarrollo que han tenido �xito.