Olavo de Carvalho
O Globo, 3 de mayo de 2003
El otro d�a, en una de sus cr�nicas, Carlos Heitor Cony dijo que casi toda la violencia carioca proviene del narcotr�fico. En el fondo, todo el mundo lo sabe. Pero pocos est�n dispuestos a comprender que esa mera constataci�n basta para impugnar, desde su base, el t�pico de que la miseria genera el crimen. �C�mo podr�a la miseria dar a luz un negocio multimillonario, que compra armas en Oriente Medio para cambiarlas por doscientas toneladas anuales de coca�na de las Farc? �Qu� espantoso milagro de creaci�n �ex nihilo� ser�a �se! Libros, pel�culas, art�culos y entrevistas en profusi�n idiotizan al p�blico para endilgarle la creencia en ese milagro. Pero ellos mismos no son ning�n milagro: se explican por la hermandad ideol�gica entre la narcoguerrilla y la casta de los intelectuales y artistas de izquierda, instrumentos m�s o menos conscientes de una c�nica operaci�n de despiste: nada m�s c�modo, para los que quieren destruir la sociedad por medio de la violencia y del crimen, que contar con un equipo de public relations que, con la excusa de ataques grandilocuentes a objetivos gen�ricos como �la miseria�, �la exclusi�n�, �la injusticia social�, mantienen ocultos y libres de toda sospecha a los agentes concretos y a los beneficiarios reales de la destrucci�n.
Pero algunos no se contentan con eso. Van m�s all� y, dirigi�ndose al p�blico que ha pagado para ser enga�ado, le echan la culpa de todo:
-- Vosotros, la clase media que lee libros y ve pel�culas, sois los explotadores, los culpables de la exclusi�n social que impulsa a los humillados y ofendidos a la criminalidad.
La conmoci�n del p�blico indica que el golpe le ha alcanzado de lleno: personas incapaces de darle una patada a un perro sarnoso salen de all� contritas y arrepentidas del crimen de tener una casa, un coche, un empleo, en un pa�s en el que tantos excluidos, por falta de los m�s m�nimos recursos para llevar una vida digna, son forzados, los pobrecitos, a gastarse un dineral en coca�na en Colombia para revenderla a las puertas de los colegios a los ni�os brasile�os.
El estereotipo, condensado en el s�mbolo carioca de los cerros pobres al fondo de la ciudad rica, ya ha arraigado tan profundamente en el alma del ciudadano, que, sin tener conciencia de haber hecho mal alguno, de repente descubre, por boca de los profetas de los medios de comunicaci�n y del show business, que es autor del m�s hediondo de los cr�menes: la injusticia social.
Y nadie se para a echar cuentas: �cu�nto dinero sube de la ciudad a los cerros y cu�nto baja? �Cu�nto en drogas? �Cu�nto en asaltos y en rescates de secuestros? �Cu�nto en impuestos para dar asistencia m�dica, luz, agua y tel�fono a quien no paga jam�s nada de todo eso?
�Echen cuentas y digan: �qui�n es ah� el explotado y qui�n el explotador? Si la fortuna que sube a los cerros se quedase all�, �stos ser�an Suiza. Pero va directamente a los �Fernandinhos� y de ah� a las Farc. El origen del crimen en este Estado no es la miseria, sino el mismo de la miseria: la poblaci�n pobre de Rio es explotada, s�, pero no por �nosotros�, la clase media -- es explotada por los se�ores del crimen, que la esclavizan para utilizarla en actividades il�citas y que encima se sirven de ella como emblema publicitario para esconderse tras los outdoors contra la �exclusi�n social�.
Si el discurso de incriminaci�n de la clase media contin�a siendo eficaz, es porque el orador, prudentemente, no dice �vosotros�. El discurso de acusaci�n directa le har�a antip�tico. Es necesario dar a la inculpaci�n aires de confesi�n, para que el acusador no parezca hablar contra el p�blico sino en nombre de �ste. Entonces, con los ojos desorbitados como un actor expresionista y golpe�ndose histri�nicamente el pecho, grita �Nosotros�, como si quisiese asumir un parte de la culpa. Pero, a trav�s de su discurso, no se presenta como lo que es: un miembro de la intelectualidad izquierdista, abogado de la delincuencia. Durante la performance desempe�a el papel gen�rico del hombre de clase media, haciendo de reclamo y simulando atraer sobre s� las culpas s�lo para, en un golpe de jiu-jitsu, apartarse de ellas en el �ltimo instante y dejar que caigan sobre el p�blico, mientras �l, pasando r�pidamente del papel de acusado al de testigo de la acusaci�n, escapa impune. La malicia que se requiere para ese ardid es casi demon�aca. Dostoi�vski no se equivoc� lo m�s m�nimo al llamar a ese tipo de intelectuales �Los Demonios�.
No es de extra�ar que, entre esos individuos, sea casi un�nime la adhesi�n a la tesis �liberacionista�. Legalizado el comercio de drogas en el mayor mercado consumidor de Am�rica Latina, quedar�a garantizado el flujo regular y l�cito de dinero hacia la guerrilla colombiana, con unas sobras de incentivos fiscales y de subvenciones estatales para premiar a los escritores y cineastas que, en los tiempos dif�ciles de la represi�n, lucharon por la buena causa.
Millones de vidas ser�an tiradas a la cloaca del vicio y de la locura, pero �se ser�a un precio barato a pagar por la gloria del socialismo alucin�geno y por la prosperidad de sus ap�stoles literarios, period�sticos y cinematogr�ficos.
No es necesario discutir te�ricamente, en abstracto, los maleficios y los beneficios hipot�ticos de la liberalizaci�n de las drogas: �sta encaja tan claramente en la estrategia criminal de la revoluci�n continental, que para ver qu� mala es basta con identificar su lugar y su funci�n en el plan general de la m�quina.
Una vez cerrado el grifo de la URSS, el movimiento comunista del continente tiene hoy una y s�lo una fuente de apoyo financiero: el crimen, el narcotr�fico. Si quieren legalizarlo, es tan s�lo para no tener que permanecer por mucho tiempo en el doble e inc�modo papel de colaboradores materiales y de perseguidores nominales del mismo. Cuando en una democracia un pol�tico respaldado por un esquema revolucionario es elevado casualmente al poder por v�a legal, se queda siempre en esa postura ambigua, en la que no puede aguantar indefinidamente sin ser desenmascarado. Antes, pues, de que el mal crezca, hay que cambiar las reglas del juego, haciendo l�cito lo il�cito y librando al gobernante del doloroso encargo de tener que fingir que persigue a los que, bajo manga, ha prometido ayudar. De ah� el griter�o a favor de la legalizaci�n de las drogas.