Ceguera doble

Olavo de Carvalho

O Globo, 1 de febrero de 2003

 

 

El narcotr�fico y la industria de los secuestros, en Am�rica Latina, no son "cr�menes comunes", en el sentido de apol�ticos. Mucho menos son el efecto espont�neo de "problemas sociales". Son actividades de guerra, coordenadas por el mismo movimiento comunista internacional al que el Sr. Lu�s In�cio da Silva agradeci�, sin ning�n disimulo, la colaboraci�n recibida para su elecci�n a la presidencia de la Rep�blica.

 

Las FARC dominan casi por completo el mercado de drogas en el continente, y cada secuestro importante, si es rastreado, lleva directamente al MIR chileno o a otras organizaciones afiliadas al Foro de S�o Paulo.

 

Esos hechos son tan evidentes, tan ampliamente comprobados, que su ausencia en el temario de los debates p�blicos s�lo puede ser explicada por la complicidad consciente o inconsciente de los medios de comunicaci�n y de los poderes constituidos.

 

Pero eso no lo explica todo. Un amplio y complejo c�mulo de causas ha vuelto a los brasile�os ciegos a las fuerzas inmediatas que deciden el curso de su destino, y al mismo tiempo hipersensibles a las minucias jocosas que dan materia a la charlataner�a nacional. Nunca ha sido tan grande la distancia entre el Brasil que existe y el Brasil del que se habla.

 

De las causas a las que he aludido, hay que destacar dos.

 

Por un lado, la persistente articulaci�n del relativismo esc�ptico y del dogmatismo devoto en la educaci�n de las clases letradas, orientada a neutralizar ciertas ideas cuestion�ndolas de forma insultante y manteniendo otras a salvo de cualquier investigaci�n, envueltas en una aureola de sacralidad intocable.

 

El lector comprender� f�cilmente lo que quiero decir si advierte que, en los c�rculos letrados de este pa�s, las hip�tesis m�s escabrosamente peyorativas e incluso pornogr�ficas sobre Nuestro Se�or Jesucristo son aceptadas con la mayor naturalidad, mientras que la m�s m�nima sugerencia de alguna m�cula en la persona moral de Antonio Gramsci o de Che Guevara es recibida con esc�ndalo y horror como si fuese una blasfemia. No hay ninguna exageraci�n en lo que digo. Las cosas son exactamente as�, y si mi modo de describirlas parece una caricatura es porque la situaci�n es caricaturesca en s� misma.

 

En abstracto, la fe sectaria y la duda relativista son incompatibles. En la mente fragmentaria y centr�fuga del brasile�o alfabetizado, coexisten sin mayores problemas, con su jurisdicci�n dividida en compartimentos estancos e incomunicables. El criterio de esa divisi�n sigue los c�nones del marxismo cultural. Todo lo que parezca asociado a los valores tradicionales de la civilizaci�n judeocristiana debe ser disuelto en un ba�o �cido de suspicacia maliciosa, incluso a costa de superar el limite de la cr�tica racional y de entrar en el terreno de la difamaci�n pura y simple. Por el contrario, s�mbolos, t�picos e im�genes que hagan referencia al maravilloso futuro de la utop�a socialista tienen que ser conservados en un relicario, custodiados por un escuadr�n de zelotas que opongan a la primera embestida de las miradas cr�ticas una barrera de exclamaciones indignadas y de l�grimas de humillaci�n, haciendo saber al intruso la magnitud del sufrimiento que les causa con sus preguntas imp�as y sus observaciones blasfemas. Pocos cr�ticos resisten a tan contundente chantaje moral. De ah� la diferencia de lenguaje: los sacerdotes del culto supremo pueden lanzar sobre sus adversarios toda la gama de invectivas ultrajantes, llamarles perros, ladrones, lacayos del imperialismo, mientras que �stos tienen que entrar en escena como quien penetra en un santuario, limit�ndose a emitir educadas objeciones teor�ticas precedidas de ceremoniosas demostraciones de hipocres�a.

 

La instrumentalizaci�n de la cultura a beneficio del socialismo ha reducido la actividad intelectual brasile�a a un juego simiesco de charadas y de ademanes destinados a hacer invisibles la maldad y el crimen cuando est�n al servicio de la facci�n pol�tica hegem�nica.

 

De ah� el silencio general respecto al mando pol�tico del narcotr�fico y de los secuestros. Los cr�menes son cosas malas, por tanto la mente formada en ese tipo de cultura rechaza asociarlos a la imagen del bien, que es id�ntico al socialismo.

 

La segunda causa proviene de otra fuente.

 

Durante los ocho a�os de su gesti�n como presidente de EUA, Bill Clinton hizo de todo para "despolitizar" la imagen de la criminalidad en Am�rica Latina, es decir, para limitar la acci�n represiva a la periferia de las organizaciones criminales, sin tocar nunca su n�cleo vital.

 

Apoy�ndose en la ret�rica triunfalista del "fin de la Guerra Fr�a", Clinton ayud� al movimiento comunista a hacerse el muerto para asaltar mejor al sepulturero. Entre otras medidas que ser�a largo enumerar aqu�, at� las manos del gobierno colombiano, condicionando toda la ayuda americana a una cl�usula que s�lo permite usarla contra el narcotr�fico en cuanto tal, no contra la organizaci�n pol�tica y militar que lo dirige. Resultado: las Farc, al mismo tiempo que su �ndice de popularidad en Colombia bajaba del 8 al 2 por ciento, fueron aceptadas como representaci�n pol�tica, crecieron hasta convertirse en las m�s ricas y poderosas fuerzas armadas de Am�rica Latina y hoy dominan la mitad del territorio colombiano, donde imponen un sangriento r�gimen comunista similar al de Pol-Pot en Camboya.

 

Decir que Clinton actu� as� por ineptitud es menospreciar la inteligencia de un brillante ex-alumno de Harvard. Pero sus motivos poco importan. Lo que importa es que su pol�tica estableci� un patr�n de conducta para el enfoque del problema de la criminalidad en AL. Esa pauta, adoptada por los medios de comunicaci�n elegantes de los EUA, imitada por los brasile�os, impregnada as� en el "sentido com�n" de nuestra poblaci�n, puede resumirse en una f�rmula sencilla: est� prohibido investigar a los que mandan en el crimen.

 

Hay otros factores, pero la asociaci�n de un h�bito cultural con la legitimaci�n proveniente de una pol�tica oficial norteamericana basta para hacer inaccesible a los brasile�os, desde dos lados, la visi�n de una realidad que en s� misma es obvia y patente. La convergencia de las causas en la producci�n de la doble ceguera tampoco es un mero azar. Pero exponer la conexi�n de los altos c�rculos clintonianos con la intelligentzia revolucionaria de Am�rica Latina es una tarea lenta, que tendr� que quedar para otro d�a.