Oraci�n de Navidad 2002
Olavo
de Carvalho
O Globo, 21 de diciembre de 2002
Hasta una cierta �poca de la historia, la noci�n de
"verdad" no se distingu�a del sentimiento de cohesi�n social
expresado en los s�mbolos mitol�gicos de la identidad cultural.
"Estar en la verdad" era estar inmerso en esa identidad, era
"ser uno de nosotros", era pertenencia y alianza. El error,
la mentira, eran "el otro", el extra�o, el "de
fuera", lo ajeno, rebelde a la asimilaci�n.
La percepci�n de un tipo de verdad que transciende la identidad
social s�lo comienza a aparecer en el teatro griego. Rito c�vico
destinado a sedimentar esa identidad, insinuaba al mismo tiempo los
l�mites de la cultura local, la diferencia irreductible entre la
sociedad existente y lo humano en general. Lograba eso escogiendo como
protagonista al extranjero, de modo que el pueblo se compadeciese del
enemigo muerto en la batalla, o tramando un conflicto de
jurisdicciones en el que el h�roe rechazado pon�a en evidencia un
invisible y universal orden divino por encima de las leyes de la
p�lis. En el esfuerzo por restaurar la jerarqu�a entre orden mayor y orden
menor mediante la persuasi�n racional, el h�roe individual aparec�a
como portavoz de la verdad divina, de aquel significado �ltimo del que
la verdad meramente "general" de la comunidad se mostraba
como significante provisional.
Cuando el teatro pierde fuerza persuasiva, repentinamente el drama se
convierte en realidad. S�crates no es un personaje de teatro: es el
sabio de carne y hueso que, mediante el arte de la dial�ctica, hace
ver a sus conciudadanos las exigencias del orden divino por encima de
las creencias comunes y de los h�bitos consolidados. La vida del
fil�sofo no s�lo encarna, en la materialidad de su tr�gico desenlace,
la tensi�n no resuelta entre sabidur�a universal y orden social
concreto, sino que se�ala el momento decisivo en que el primado de la
verdad transcendente se integra en el patrimonio cultural como medida
de todas las cosas. A la verdad como "pertenencia" le sucede
entonces la verdad como "conocimiento", "raz�n",
"discurso" y "Esp�ritu". Ese salto, esa repentina
iluminaci�n del panorama de la vida est� marcado no s�lo por el
nacimiento de la investigaci�n filos�fica organizada, sino por cambios
ling��sticos que confirman el descubrimiento de la independencia entre
los significados espirituales de ciertas palabras y el soporte
sensible que, en compactaci�n po�tica, antes s�lo apuntaba hacia ellos
obscuramente.
Al rechazar la invitaci�n del fil�sofo a integrarse en el orden
espiritual, la
p�lis
estaba condenada: menos de una generaci�n despu�s fue destruida y
absorbida en un nuevo orden, no espiritual, sino material: el imperio
de Alejandro y las monarqu�as en que �ste se desmembr�, inaugurando el
per�odo "helen�stico". Fue un per�odo de caos, tiran�a y
desesperaci�n, pero ampli� el campo hist�rico de tal modo que el paso
siguiente ya no tuvo lugar en el �mbito limitado de una cultura local,
sino en un escenario imperial apto para hacerlo repercutir
urbi et orbi: al
descubrimiento del Esp�ritu en Atenas le sigue su encarnaci�n en
Bel�n. �sta lleg� a trav�s de un pueblo que, distante y sin contacto
con los griegos, con un trayectoria propia
y sin similares, ya hab�a superado por s� mismo el espejismo de la
verdad comunitaria y aprendido a vivir en la b�squeda y en la
obediencia al orden invisible. La historia de los jud�os repite, a su
modo, el drama de S�crates: ellos son el pueblo prof�tico, rechazado
por "este mundo". De ese pueblo surge el nuevo salto de
conciencia, ya no como "descubrimiento", sino como
"nacimiento": ya no un acontecimiento al nivel interno del
alma, sino simult�neamente en ella y en el mundo f�sico.
Jesucristo ya no es s�lo el "portavoz" del orden divino: �l
es el orden divino
mismo� que se presenta, curando y
reintegrando el orden humano a su origen y sentido. A partir de ese
momento, ning�n orden local, ninguna sociedad hist�ricamente dada
tendr� ya derecho a encarnar, por s� misma, la verdad. Todas saben que
"verdad" y "comunidad" no son t�rminos mutuamente
convertibles. Todas saben que son mortales, reflejos transitorios de
la verdad inmortal que las engendra y suprime. Reinos, principados,
rep�blicas ceden ante las exigencias del orden invisible y,
humildemente, intentan amoldarse a �l.
Hay entre esos cuatro grandes momentos -- el teatro griego, la
filosof�a, la ley mosaica y el nacimiento de Cristo -- una
convergencia tan patente, que negarla ser�a rechazar la base misma de
nuestras vidas: pues todo lo que somos y hacemos, desde entonces, se
funda en el reconocimiento de una verdad universal que transciende las
pretensiones de las comunidades hist�ricas y que jam�s se conoce por
completo. Todo: ciencia, moral, derecho, libertad, dignidad y valor de
la existencia. Esa verdad, que empieza insinu�ndose obscuramente en
los enredos de los dramaturgos y acaba iluminando la Tierra entera
como presencia del
Logos encarnado, es, para
nosotros, todo. En ella "vivimos, nos movemos y somos", dir�
el Ap�stol. Sin ella, somos s�lo la tribu ciega que, desde el fondo de
la caverna, se auto-proclama el �nico Sol.
Pero, hoy d�a, esa ilusi�n arrogante vuelve a imperar. Doctores y
pr�ncipes, escribas y fariseos, ricos y pobres, cardenales y
comisarios del pueblo niegan toda verdad superior a sus autoridades
reunidas y proclaman el reinado absoluto del "consenso". Su
voluntad es la ley. A cada generaci�n, el llamamiento del orden
universal se torna m�s inaudible, cada nueva sociedad hace de su
asamblea la cima y el l�mite de la conciencia posible. Todo lo que
est� allende la asamblea es "lo otro", es error, ilusi�n,
rebeli�n odiosa. As� lo decretaron el nazismo, el fascismo y el
socialismo. La propia democracia, hechizada por ellos, olvida el
legado griego, judaico y cristiano que la origin� y condena a las
tinieblas exteriores todo lo que escape al "consenso".
Pasados dos milenios del nacimiento de Cristo, volvemos a la vivencia
tribal de la verdad como identidad del "nosotros" contra
"ellos". Es lo que Carl
Schmitt llamaba "pol�tica".
Por eso, en esta Navidad de 2002, mi oraci�n es: Por encima de todos
los "consensos", Se�or, conc�denos el don de buscar, amar y
obedecer a Tu verdad.