Del grito al silencio
Olavo de Carvalho
Jornal da Tarde, 15 de agosto de 2002
El ansia de opinar, acompa�ada del profundo desinter�s por el
conocimiento del asunto, es hoy en d�a el h�bito compulsivo m�s
arraigado en el alma brasile�a.
Dicho h�bito va acompa�ado forzosamente por el impulso de forjar
juicios mediante la mera deducci�n autom�tica a partir de m�ximas
generales o lugares-comunes, subray�ndolos con clamores y aspavientos
de indignaci�n que acallan en el interlocutor cualquier deseo de
objetar y que acaban sirviendo como pruebas.
Exagerar, distorsionar y mentir deja entonces de ser un procedimiento
condenable y se vuelve una especie de obligaci�n moral, de la que s�lo
los malvados pueden zafarse. Si, por ejemplo, oyes decir que en Brasil
53 millones de personas pasan hambre - afirmaci�n repetida muy a
menudo durante la campa�a electoral -, ni se te ocurra decir que el
n�mero de muertes por desnutrici�n deber�a ser entonces diez o quince
veces mayor de lo que es. Ante una calamidad tan enorme, s�lo un
capitalista fr�o y deshumano podr�a pensar en n�meros. Todo intento de
discutir con l�gica es rechazado como autoritarismo fascista, y el
�nico argumento v�lido es el entusiasmo belicoso de la muchedumbre que
grita.
�C�mo hemos podido caer tan bajo? �C�mo nos hemos convertido en una
naci�n de idiotas enfurecidos? Las causas son muchas, pero una de
ellas est� presente incuestionablemente.
Nunca ha habido en el mundo un Estado socialista en el que la
poblaci�n pudiese opinar libremente en asambleas, escribir lo que le
pareciese en peri�dicos y revistas, formar partidos pol�ticos y votar
en candidatos que no fuesen los del gobierno. En cambio, en las
naciones que a�n no se encuentran bajo su dominio, los socialistas y
afines son los primeros en exigir m�s "participaci�n", en
incentivar movimientos de reivindicaci�n y protesta, en incitar
incluso a los ni�os y adolescentes a que hablen, reclamen, griten y no
acepten ninguna restricci�n a su creciente
impetus loquendi.
Esos hechos muestran que la libertad de expresi�n, en manos de los
militantes socialistas, no es m�s que un instrumento a ser utilizado,
dial�cticamente, para la destrucci�n de la misma. El principio
subyacente es el que Mao Ts�-tung denominaba "salto
cualitativo": toda fuerza, elevada a su m�xima potencia, se
convierte en su opuesta. Es una pseudo-ley que no funciona en las
ciencias naturales, pero, que en la psicolog�a humana, tiene un cierto
espacio de aplicaci�n razonable. En el caso que nos ocupa el
razonamiento es muy sencillo y ha sido demostrado repetidamente por la
experiencia hist�rica: cuanta m�s libertad sin restricciones sean
incitadas a reivindicar las masas en el antiguo r�gimen, tanto m�s
d�cilmente aceptar�n restricciones dr�sticas inmediatamente despu�s
del cambio revolucionario y de la instalaci�n del nuevo r�gimen.
Precisamente porque esas restricciones, al ser impuestas por los
mismos l�deres a los que el pueblo debe las libertades conquistadas en
la etapa anterior, son f�cilmente explicadas como medidas de
precauci�n impuestas por la peligrosidad del enemigo. Si esta
alegaci�n todav�a suena como veros�mil cuando el enemigo ya ha sido
extinguido o reducido a una total impotencia, es por una raz�n tambi�n
muy sencilla: la poblaci�n que acaba de volverse c�mplice de una org�a
sangrienta est� cargada de culpas que, no pudiendo ser admitidas en
voz alta, van a parar al horno del inconsciente, que las transmuta en
delirios proyectivos. Es el conocido fen�meno de la "Grande
Peur":
Tras la decapitaci�n de Luis XVI, en plena dictadura jacobina, se
propag� por el interior de Francia una epidemia de brotes de p�nico.
Alguien o�a decir que la familia real estaba volviendo con un poderoso
ej�rcito extranjero e inmediatamente la poblaci�n se armaba, se echaba
a las calles, quemaba casas, cortaba cuellos y todo culminaba en un
tiroteo general. Al d�a siguiente, la calma volv�a a reinar como si no
hubiese pasado nada. Por un mecanismo similar, los rusos se tragaron
el fraude de la "conspiraci�n internacional" con el que
Lenin, en los primeros a�os del Estado sovi�tico, justific� el uso
sistem�tico del terror para eliminar a las oposiciones, que a esa
altura ya estaban desmanteladas e inermes.
�El ambiente pat�tico de
cacareo irracional en que estamos inmersos es una se�al segura de que
la poblaci�n brasile�a ya ha entrado en esa dial�ctica, ya se ha
dejado seducir de buena gana por la tentaci�n de malgastar la
libertad, prostituy�ndola en manifestaciones de demagogia carnavalesca
hasta el punto en que el "salto cualitativo" se convierte en
un irrefrenable rebote. Entonces, los que mucho han gritado pedir�n
que alguien les haga callar. �Y qui�n va a tener autoridad para
hacerles callar, sino aquellos
mismos que les incitaron a gritar?