Olavo de Carvalho
Jornal da Tarde, 15 de abril de 1999
Incriminar a la Revoluci�n de Marzo de 1964, atribuir a uno de los reg�menes autoritarios m�s blandos, equilibrados y productivos que el mundo ha conocido, los rasgos monstruosos de un nazi-fascismo brasile�o, es la tarea de falsificaci�n hist�rica en la que se hermanan, se abrazan y se ensucian, en la promiscuidad de la com�n mentira, la oposici�n de la izquierda y el gobierno de centro izquierda de un pa�s sin derecha.
Destaca, en esa confraternizaci�n del embuste, la armon�a preestablecida entre una prensa que vocifera contra los muertos y las autoridades que mandan silenciar toda palabra de defensa. Lo que en condiciones normales ser�a objeto de debate se convierte, por ese doble artificio convergente, en objeto de unanimidad, en evidencia de sentido com�n y, finalmente, en dogma y verdad eterna.
Pero, tras a�os de silencio, la Revoluci�n de Marzo de 1964 ha vuelto a ser celebrada en un Orden del D�a del ministro del Ej�rcito, el pasado d�a 31. La importancia pol�tica de ese acontecimiento es m�s que evidente. Precisamente por eso ha sido suprimido de nuestros peri�dicos, con la excusa de �no dar fuerza a los derechistas�, como si los medios de comunicaci�n existiesen para dar o quitar fuerza seg�n los caprichos de la capillita comunista que los dirigen, y no para informar al p�blico de lo que tiene derecho a saber.
Aprovecho, por tanto, este remanso de libertad en un oc�ano de dirigismo, el Jornal da Tarde, para informar: los hombres de armas se han cansado de la mordaza que les fue impuesta. Pero, si ya no es posible obligar a los militares a borrar su propia memoria, queda por lo menos el recurso de impedir que el pueblo sepa que la m�quina para enmudecer se ha averiado. Lo que el gobierno no ha logrado reprimir, la prensa conseguir� suprimirlo � y lo que pas� ser� como si no hubiese pasado.
Nadie, como los comunistas, tiene la habilidad de cambiar el pasado de acuerdo con la pol�tica del presente. Tras 30 a�os de paciente esfuerzo han logrado por fin controlar todos los canales de transmisi�n de ideas y no est�n dispuestos a dejar pasar ni una sola palabra que pueda menoscabar la creencia ciega de la poblaci�n en la certeza absoluta de la Historia oficial. El gobierno, a lo largo de toda la dictadura militar, nunca consigui� imponer a toda la prensa un silencio tan uniforme, tan completo, tan impenetrable al natural impulso humano de hacer preguntas y de poner en duda las respuestas. En la �poca de la censura institucionalizada, yo estaba en el Jornal da Tarde, en la secci�n de pol�tica, dirigida entonces por S�rgio Rondino y Miguel Jorge, y atestiguo que la barrera de las prohibiciones era burlada diariamente por mil y un artificios, de los que no fue el menos ingenioso el de transmitir sutilmente algo de las noticias censuradas, en lenguaje alusivo, en el cuerpo de las recetas de tartas destinadas a rellenar su espacio. Un texto vetado que inclu�a alguna denuncia contra el entonces gobernador Laudo Natel fue substituido por una receta aparentemente inofensiva, pero encabezada por el t�tulo: �Lauto Pastel�. Fue un tiempo de infamia, como en el poema de Antonio Machado, pero esas piruetas de la inventiva libertaria nos hac�an recuperar, por unos instantes, el placer de vivir.
Eso era posible porque el censor era uno s�lo, venido de fuera, un funcionario de la Polic�a Federal, ignorante, que compet�a en lucha desigual con la astucia de los profesionales, aturdido como un viejo perro sin olfato, al que le tomaba el pelo un bando alegre de zorros.
Hoy, los censores son centenares, son miles. Son los propios zorros que se han convertido en perros de guardia y que, al llegar a la edad madura, han aprendido que el placer de hablar no es m�s que un pasatiempo insulso comparado con el goce superior de mandar callar. �Que el ministro del Ej�rcito ha dicho lo que no quer�an que dijera? Pues que hable solo, en un cuartel de la frontera, lejos de los ojos y o�dos de la muchedumbre. �Que se trata de un ministro de la Rep�blica? Tanto peor.
Que sus palabras mueran en el desprecio y en el olvido, como si fueran las de un recluta borracho en una tasca de mala muerte. Nadie, nadie violar� la santa unanimidad establecida, nadie perturbar� el sue�o dogm�tico de una naci�n que, por �rdenes m�dicas del Dr. Jos� Gregori, se ha olvidado de la mitad de s� mismo. En nombre del orden p�blico, supr�mase, pues, el orden del d�a, e impr�mase en letras doradas el testimonio de los tiempos ante lo eterno: el ministro no ha dicho nada.