Su Excelencia y el tabaco

Olavo de Carvalho

Jornal da Tarde, 29 de octubre de 1998

 

 

En circunstancias normales el mundo jam�s habr�a o�do hablar de Su Excelencia el Merit�simo Juez de la 4.� Vara Federal de Porto Alegre. Pero el mundo de hoy no es normal: es un mundo exprimido, compactado, miniaturizado, que cabe en una pantalla y que es barrido, de Este a Oeste, en un pesta�ear de ojos, por las lentes electr�nicas de los sat�lites chafarderos. En la nueva escala microsc�pica de las cosas, es muy natural que cualquier criatura de dimensiones exiguas aparezca formidablemente ampliada.

 

Ha sido necesario, en efecto, que el mundo cambiase mucho para que un togado infinitesimal haya podido alterar, con un simple golpe de bol�grafo, los h�bitos y el estado de humor de miles de personas de todos los cuadrantes de la Tierra. Prohibiendo sumariamente fumar en los aviones comerciales brasile�os, sin dar importancia a la duraci�n del vuelo, tanto si es a la vuelta de la esquina como a la Conchinchina. Puedo atestiguar que, en el vuelo de la Varig que me trajo de regreso a la patria amada en el �ltimo d�a 22, al menos durante los 15 minutos de la profec�a de Andy Warhol, Su Excelencia fue objeto de las atenciones de bolivianos, franceses, americanos y japoneses, quienes, en sus respectivas lenguas, profirieron comentarios sobre el tema de los cuales una parte no entend� y la otra parte no me atrevo a reproducir. Es razonable conjeturar que conversaciones similares se hayan desarrollado en muchos otros vuelos, consiguiendo, en conjunto, un lugar en el hit parade nada despreciable.

 

No me interesa, aqu�, investigar las razones de Su Excelencia. Supongo que se cree un bienhechor de la humanidad. Y, si �se es el caso, no perturbar� lo m�s m�nimo esa creencia suya la informaci�n de que el primer gobierno que reprimi� el consumo de tabaco, con pretextos human�simos, fue el de la Alemania nazi, y de que el concepto de �fumador pasivo� fue una contribuci�n personal del F�hrer al progreso de la ciencia: dudo que Su Excelencia tenga suficiente intuici�n sociol�gica como para captar en ello algo m�s que una mera coincidencia, y, al fin y al cabo, la hip�tesis de un neofascismo disfrazado siempre podr� ser exorcizada mediante uno de esos juegos verbales en los que son proverbialmente h�biles los juristas. Su Excelencia dir�, por ejemplo, que son tan graves los males del tabaco que incluso la mente nebulosa de Adolf Hitler se dio cuenta de ellos. Acto seguido se ir� a dormir el sue�o de los justos, a salvo de toda comparaci�n inc�moda. Tampoco podr� inquietarle la reflexi�n de que el mencionado concepto, antes de adquirir reputaci�n de cosa cient�fica, circul� durante d�cadas en el submundo ocultista, hasta impregnarse en la imaginativa colectiva con la obsesividad de una pesadilla.

 

En definitiva, �qu� pueden estas vanas palabras contra la autoridad pontificia de la Organizaci�n Mundial de la Salud? OMS locuta, causa finita. Es verdad que las investigaciones tremendamente cient�ficas que asocian el tabaco con las hogueras del infierno han omitido todo diagn�stico diferencial entre tabacos diversamente tratados, por tanto qu�micamente diferentes, y se han limitado a calcular estad�sticamente los efectos de un universal abstracto. Tambi�n es verdad que no ha habido diagn�stico diferencial entre fumadores de regiones contaminadas y de regiones limpias, ni entre fumadores ansiosos y tranquilos, aunque el pulm�n sea la sede por excelencia de las somatizaciones de la angustia. Es verdad, adem�s, que la propia OMS instituy� el error sistem�tico de las estad�sticas, al autorizar a la clase m�dica a incluir al tabaquismo entre las causae mortis de cualquier fumador que muera de enfermedad pulmonar, con independencia de los ex�menes que prueben la conexi�n de una cosa con la otra en el caso concreto. Es verdad que la histeria antitabaquista erige en norma legal la susceptibilidad m�rbida del paciente al�rgico, un neur�tico que no consigue desviar la atenci�n de lo que le molesta, y debilita por efecto de la propaganda adversa la tolerancia normal del individuo sano. Es verdad que la �salud p�blica� es hoy un tremendo instrumento de control social. Ni siquiera los intelectuales se atreven a desafiar a la nueva divinidad: las cr�ticas, jam�s contestadas, de la contracultura de la d�cada de los 60 a la entonces llamada �mafia de blanco� han dado paso a un temeroso y pat�tico servilismo universal, preludio de cat�strofes. Finalmente, es verdad que todo paternalismo, que alega proteger a un hombre de s� mismo, es un atentado contra la dignidad humana.

 

Todo eso es verdad, pero a Su Excelencia le importa un bledo. En definitiva, su sentencia es s�lo cautelar, ese maravilloso expediente que permite a la conciencia jur�dica gastar en un segundo sus 15 minutos de fama, sin tener que asumir la responsabilidad de las decisiones definitivas e irremediables.