Benedita y la ley maldita
Jornal da Tarde, 19 de marzo de 1998
La iniciativa m�s reciente de la senadora Benedita da Silva es la ley que garantiza a las personas nominalmente "negras" � aunque tengan antepasados blancos � una cuota del 40% en los empleos, en las plazas universitarias, etc.
Esa ley, de ser aprobada, tendr� cuatro consecuencias inmediatas.
Primera: los brasile�os, que ahora viven en una confortable mezcla e indeterminaci�n de razas, ser�n divididos en dos campos antag�nicos: blancos y negros. Estar� prohibido quedarse en el medio � exactamente donde hoy est� la mayor�a.
Segunda: el 60% de las mencionadas plazas estar�n garantizadas para los blancos.
Tercera: "blanco" lo ser� s�lo el individuo de raza pura, sin una gota de sangre negra; pero, en cambio, ser� negro todo aquel que posea esa gota en su cuerpo, aunque haya sido diluida por tres siglos de mezcla de razas. O sea: quedar�n instituidos el purismo racial blanco y la mentira gen�tica negra.
Cuarta: en toda disputa de oportunidades, la raza, que el ideal democr�tico manda ignorar, se convertir� en un factor decisivo. Los casos dudosos tendr�n que ser resueltos mediante pruebas gen�ticas, como en la Alemania nazi. Y, una vez cubierto el mencionado 40%, nada podr� forzar al contratante blanco a aceptar ni un negro m�s � excepto, tal vez, la presentaci�n de un falso certificado de blancura.
La ley contiene muchos otros absurdos, que analizar� despu�s. Por ahora, bastan esos cuatro para definir un estado de conflicto racial manifiesto. Y, entonces, una de dos: o la senadora ve eso con claridad, y es precisamente lo que desea para Brasil, siendo en ese caso culpable de racismo y de conspiraci�n contra la democracia, o no ve nada y es tan s�lo una ignorante que opina sobre asuntos que est�n formidablemente por encima de su capacidad. Tertium non datur: no hay una tercera alternativa.
Como no soy inclinado a ver malas intenciones en el coraz�n ajeno, opto, decididamente, por esta �ltima alternativa.
Antiguamente, la expresi�n "l�der popular" designaba a un hombre del pueblo que, por su talento y personalidad, se alzaba por encima de la suerte com�n de sus pares. En ellos el pueblo reconoc�a lo mejor de s� mismo � una imagen de lo que a todos les gustar�a ser. Su �xito era una refutaci�n viva del determinismo social, econ�mico o racial: la criatura sobresaliente venc�a al destino y afirmaba la libertad del esp�ritu humano. Era lo que se ve�a en el fallecido Esmeraldo Tarqu�nio, negro, de origen pobre, cult�simo, h�roe de mi juventud, que lleg� a alcalde de Santos y a diputado � siempre defendiendo su raza, pero sin jam�s presentarla como una credencial pol�tica. Es lo que veo, hoy, en el escritor Ronaldo Alves, chavolista de origen, que me concede el honor de ser mi asistente en la Facultad de la Ciudad Editora. Subieron desde la nada � pero no subieron s�lo socialmente.
La decadencia general de la pol�tica ha creado un tipo caricaturesco de l�der popular cuyo �xito no se debe a sus cualidades, sino precisamente a la falta de ellas. Provienen del pueblo, pero no sobresalen de �l m�s que por la posici�n que ocupan, sin que a esa coordenada exterior le corresponda ninguna individualizaci�n cualitativa. En ellos el pueblo no reconoce lo mejor de s� mismo, sino s�lo su auto-imagen banal de todos los d�as, la identidad rasa y directa de lo irrelevante con lo irrelevante. Nadie quiere ser como ellos, porque ya todos lo son; quieren s�lo tener lo que ellos tienen, estar donde est�n ellos. Son objeto de envidia, no de admiraci�n. Darles el voto no es rendirles homenaje: es adular al propio ego.
El ejemplo de esas criaturas no es un consuelo para los pobres y oprimidos, sino para los mediocres y los tontos, que, repartidos por igual entre pobres y ricos, oprimidos y opresores, constituyen una poderoso segmento del electorado. De ah� que, al contrario de los verdaderos l�deres populares, que son odiados por las clases altas, esas criaturas reciban, por parte de los poderosos � oficialmente sus enemigos ideol�gicos �, un trato paternal y cari�oso. Uno de los motivos de la simpat�a que les une es que entre los ricos predominan tambi�n los que se han hecho ricos sin m�rito alguno.
Hubo un tiempo en el que, para medrar, uno s�lo necesitaba ser de "buena familia". El prestigio, la idealizaci�n m�gica del origen social lo era todo. Y lo salvaba todo: la estupidez, la incapacidad, la pereza, y hasta la deshonestidad. La difusi�n del izquierdismo entre las clases elegantes ha hecho que el mismo don transfigurador haya sido atribuido al origen pobre. El pobre � palabra que ciertas personas no consiguen pronunciar sin el tremolo caracter�stico � tiene un no s� qu� de especial, que le exime de tener que valer algo personalmente. Si encima de pobre es negro, mejor que mejor: ya no necesita ser nada, no tiene que probar nada, porque ha sido ungido con el don de la gracia mercadol�gica. Y las elecciones lo confirman: le eligen porque naci� ya elegido. No puedo dejar de ver en la senadora Benedita da Silva un ejemplo t�pico de esa nueva especie de l�deres. Y la prueba m�s contundente de que han medrado por m�rito extr�nseco es que, por m�s que suban, por m�s poder que acumulen, conservan siempre el derecho del pobre y del desamparado a un trato caritativo y protector. No faltar� quien, ante las palabras duras que digo aqu� a la Sra. Benedita da Silva, se enternezca de piedad por la senadora, criticada en p�blico como si fuese una persona importante. S�lo rezo para que esa piedad dislocada y kitsch no lleve al Senado entero a aprobar, entre l�grimas de desvelo paternal para con la pobrecita de la autora, la maldita ley de la Benedita.