El padre de la porquer�a

Olavo de Carvalho

Jornal da Tarde, 5 de marzo de 1998

 

 

El d�a 20 de diciembre de 1994, publiqu� las siguientes afirmaciones en un peri�dico carioca: "Los artistas y los intelectuales constituyen uno de los m�s ricos mercados consumidores de t�xicos y no desean perder a sus proveedores: cuando defienden la legalizaci�n de los t�xicos, abogan en causa propia. Pero no son s�lo consumidores: son propagandistas. Toda aquel que tenga un poco de memoria recordar� que en este pa�s la moda de las drogas, en la d�cada de los 60, no empez� en las clases bajas, sino en las universidades, en los grupos de teatro, en los c�rculos de psic�logos, rodeada del prestigio de un vicio elegante e iluminador."

 

Al autor de esas l�neas inmediatamente se le diagnostic� paranoia aguda y completa ineptitud sociol�gica. Cartas de condena y peticiones de su cabeza llovieron sobre la redacci�n, todas ellas firmadas por personas ilustres.

 

Pasados cuatro a�os, un documento de la ONU, emitido la semana pasada, confirma que el susodicho ten�a raz�n, que la �glamourizaci�n� del vicio es un formidable recurso publicitario del tr�fico il�cito, que todo combate a la plaga internacional de las drogas estar� condenado al fracaso si no consigue, ante todo, persuadir a esas maravillosas criaturas del pedantismo moderno, los intelectuales y los artistas, para que controlen lo que sale de sus amables boquitas tan bien alimentadas.

 

No comento esto para dejar constancia de mi candidatura a profeta. Lo hago para dejar constancia de que la intelectualidad, una clase pagada con el dinero del pueblo con el objetivo nominal de decirle al pueblo lo que pasa en el mundo, ha olvidado masivamente su deber y, cuando uno de sus miembros decide cumplirlo por voluntad propia, arremete contra el infeliz como si fuese un criminal, un traidor, un ad�ltero, un malvado. La intelectualidad se ocupa cada vez m�s, a escala internacional, de ocultar las verdades m�s obvias bajo un manto de especulaciones insensatas y de palabras alucin�genas. Se ha convertido en un peligro, en el principal obst�culo, tal vez, para la soluci�n de todos los mayores males que afligen a la especie humana. Pues la intelectualidad es el ojo del mundo, y ya dec�a Jesucristo que, si el ojo se corrompe, se echa a perder el cuerpo entero.

 

Paul Johnson demostr�, en un libro memorable (Intellectuals, 1988), que el tipo moderno de intelectual, cuya primera encarnaci�n �l localiza en Rousseau (podr�a tambi�n haber dicho Voltaire o Diderot), es substancialmente un mentiroso contumaz, un perverso egoc�ntrico e inmoral, incapaz de guiarse a s� mismo y metido, no obstante, a guiar a la humanidad.

 

En un ensayo publicado en 1942, Otto Maria Carpeaux cre�a encontrar la causa de la perversi�n intelectual en la decadencia de las universidades, reducidas a escuelas profesionales y a cursillos de ideolog�a: "Los iletrados siempre tienen la raz�n, porque son muchos y ocupan un lugar de elite, ese 'proletariado intelectual'... Leen los libros y deciden cu�les merecen el �xito editorial, critican los cuadros y las exposiciones, aplauden y silban en el teatro y en los conciertos, dirigen las corrientes de las ideas pol�ticas, y todo eso con la autoridad que les otorga el grado acad�mico. En definitiva, desempe�an el papel de elite. Son los nouveaux maitres, los se�oritos arrogantes, graduados y violentos; y nosotros sufrimos las consecuencias, amargamente, cruelmente."

 

Todo eso es verdad, pero no basta para explicar el fen�meno, que remonta al siglo XVIII y es anterior a la decadencia de las universidades. �sta es efecto, no causa. Forma parte del proceso general de laicizaci�n de la vida intelectual, que, si por un lado ha tenido el m�rito de aliviar a la inteligencia de los abusos de la autoridad eclesi�stica, lo ha hecho a costa de liberar a los intelectuales de toda obligaci�n moral, de otorgarles, junto con una saludable libertad, una autoridad excesiva y sin l�mites. El ojo, es cierto, es la luz del cuerpo, pero tiene un l�mite natural: la realidad que lo rodea. El abuso empieza cuando el ojo deja de mirar y empieza a inventar. Y esta revoluci�n no empieza con Voltaire o Rousseau, sino con un hombre al que nadie considerar�a deshonesto ni perverso. Empieza con Immanuel Kant. �l fue el primero que, negando nuestra capacidad de conocer la realidad como tal, atribuy� al mismo tiempo a la inteligencia humana el poder de inventar un mundo v�lido. Con eso substituy� involuntariamente la leg�tima pretensi�n de conocer por una ambici�n ilimitada de poder. Frente a la porquer�a intelectual moderna, ya es hora de que alguien llame a la puerta del impoluto Immanuel Kant y le diga aquellas palabras fat�dicas:

 

� Toma, que el hijo es tuyo.